Mi amigo Freddy 1 de 2
Cuando comencé a laborar en el mundo de la publicidad —hace 60 años—, los únicos rastros que existían para arribar a algún lugar eran todos memoriales. Nada estaba escrito. No había huellas, salvo los anuncios esparcidos en dos diarios, y las únicas señales visibles de su teoría y práctica estaban condicionadas a una mercadotecnia recién traducida en México, España o Argentina, pero que no representaba la realidad de un mercado que, como el nuestro, se abría entonces al libre juego de la oferta y la demanda.
Eran los primeros años de los sesenta y Trujillo —que había desaparecido unos meses antes— paseaba aún su infame fantasma por los más angostos resquicios del alma nacional. Los que hacíamos y esgrimíamos anuncios y campañas publicitarias para apoyar ese mercado de vecindario, no teníamos rutas, ni rastros, ni parámetros concretos para analizar unas estrategias que, sólo por intuición, sospechábamos que eran las adecuadas para aquel mercado de vecindario.
El moderno marketing apenas había comenzado unos pocos años atrás (en los EE.UU.), presionado por el fenómeno estruendoso de la televisión y el recién estrenado fair trade —que había hecho desaparecer el new deal rooseveltiano—, se asentó como un huracán en un país que ya era asaltado por el exilio antitrujillista, ansioso por exhibir (como una manera de probar que su calvario no había sido en vano) la nueva y fuera de serie verborrea política aprendida en Venezuela y Cuba. Esa avalancha —la del fair trade junto al exilio antitrujillista— introdujo argumentos que, para los que nos adentrábamos en el mundillo sorprendente de la publicidad, parecían mágicos.
Afortunadamente para nosotros, a Juan Bosch (que había pasado una gran parte de su exilio en Cuba y se sentía profundamente agradecido por el trato recibido en aquella isla) se le ocurrió abrir las puertas del país a unos cuantos exiliados anticastristas, entre los cuales se encontraban prestigiosos profesores universitarios, veteranos políticos, industriales y, para alegría nuestra, expertos mercadotécnicos, cineastas y publicitarios (Orestes Martínez, Jacinto Cofiño, Fito Méndez, Rivera Chacón y Eddy Palmer, entre otros) que habían ejercido una exitosa carrera en dichos campos.
A partir de esa coyuntura la suerte estuvo echada: surgieron las afiliaciones y corresponsalías que se mezclaron al crecimiento de los medios y sus soportes; y tras los traumas sociales que nos trajo la Revolución de Abril —que luego, tras la intervención norteamericana se convirtió en Guerra Patria—, el país perdió definitivamente la obligada virginidad mercantil impuesta por la encerrona trujillista de 31 años. Por eso, todo aporte bibliográfico que desmenuce las débiles —pero importantes— huellas de la historia publicitaria dominicana, es un hito que debe propagarse y aplaudirse.
Este libro, «La Publicidad en República Dominicana y las experiencias de Freddy Ortiz» (Ediciones del Banco Central, 2000), se inserta en el exitoso pero imperfecto mundo publicitario dominicano y podría probarnos que la teoría de la legítima sospecha es válida si se aplica con mesura en el entramado de las estructuras sistémicas de nuestro mercado.