Opinión Articulistas

¡528 años!

¡528 años!

Efraim Castillo

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Lloyd Wright vio lo que Toynbee señalaría en Oxford sobre la dispersión abrumadora de la “arcaica ciudad de caballo y carbón y la moderna de petróleo”, que el historiador inglés separó con un enunciado de sentencia: “Entre las dos ciudades, me quedo con la primera, porque la segunda es una especie peor de ciudad que su predecesora en el vital —o letal— punto de congestionamiento de su tránsito […] La ciudad es un acontecimiento en el tiempo y, en consecuencia, no puede ser comprendido en su totalidad si no se la considera en relación con el pasado”. (“Cities on the move”, 1973 [Ciudades en marcha]). Pero ese caos no se origina desde una sola esquina.

El caos como el que vivimos los habitantes de Santo Domingo y Santiago proviene de un cuadrilátero cuyo protagonismo se origina en los viejos y obsoletos drenajes de aguas negras taponados por los plásticos, en el abrumador congestionamiento del tránsito vehicular, en el ruido y la polución, cuya síntesis se puede aquilatar en las muertes provocadas por los accidentes viales, las epidemias como el dengue y los virus en expansión, así como la histeria alojada en las tragedias domésticas ocasionadas por la exasperación.

Afortunadamente, Santo Domingo y Santiago aún se encuentran en procesos expansivos y esperan, a posteriori, las efectivas planificaciones basadas en programas inteligentes. Debemos recordar que esta Santo Domingo fue una vez la ciudad de Ovando, planificada desde una maqueta ibérica, que trazó —sin importar para nada quiénes habitaban sus contornos, ni cómo vivían— una ciudad ajustada a referencias europeas. Otra vez fue la ciudad de Trujillo, un dictador guiado por un ego alucinado, que la expandió hacia la complacencia de su propio instinto.

Otra vez fue la ciudad de Balaguer, un poeta con espíritu de monje, pero atado a sueños diluidos en rencores… y ahí está su trazado: la reivindicó de acuerdo a unos dictámenes autocráticos que rememoraban las veredas del Nilo y cuyas consecuencias hundieron a Egipto. Luego, esta ciudad fue de Leonel Fernández, que la proyectó hacia el futuro, pero sin el principio elemental del estudio frontal de la causa-efecto, ni la alternativa de pronosticar la obsolescencia de las tecnologías implementadas, obviando la ampliación del drenaje pluvial y la reconstrucción del lineado vial que, como sabemos, sólo ha resuelto partes visibles de nuestro pandemónium vehicular.

Y todo para remitir lastimosamente al ser protagónico de la ciudad, al hombre, al caminante, al peatón, al flâneur de Walter Benjamin, a todo tipo de acontecimientos incómodos y dolorosos: saltar contenes altos para -con el peligro de muerte a cuestas- atravesar avenidas y calles; tener que soportar con estoicismo primitivo a que semáforos defectuosos y policías impertinentes den la autorización para cruzar una intersección, amén del acoso de los motoconcheros y los ensordecedores ruidos de tubos de escape defectuosos; escuchar bocinazos a mansalva y aspirar un monóxido de carbono que intoxica los pulmones.

Sí, esta es la Santo Domingo que habitamos: ¡528 años de historia!