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Mucho después de los sucesos iniciados el 24 de abril de 1965 —de los que tanto se ha hablado e historizado—, y analizados los paradigmas que los precedieron (la muerte de Trujillo, el golpe de Estado a Bosch, la muerte de Manolo y el retorno de Balaguer), los cuales acarrearon la crisis que dividió nuestras fuerzas armadas y provocó la insurrección popular que se convirtió en guerra patria tras la maldita intervención norteamericana, las miradas hacia atrás han bosquejado esa fecha como un recuerdo mántrico, como un suceso irrepetible, casi como una singularidad donde se entrecruzan heroísmos, cobardías y villanías. Y se ha preferido recordar ese acontecimiento así, convirtiéndolo en leyenda, porque muy pocos (poquísimos) han acariciado la idea de hablar de cómo se estructuró esa sociología del heroísmo y la manera en que se vivieron esos meses de lucha, donde la Ciudad Colonial alcanzó una gloria esporádica que luego se convirtió en frustración.
Es debido a esto que la insurrección iniciada aquel soleado sábado de hace cincuenta y nueve años se ha trucado y aderezado para que sea consumida del mismo modo en que se aprecia una oferta de mercado o una estrategia para redimir efemérides tristes, o tal vez para hacer retornar utopías perdidas. Y es por esto, también, que ese glorioso abril siempre será para nosotros -los que lo vivimos- un mantra recitado en sinfín, un ardoroso mantra para evocar nostalgias. Y por otro lado, abril también podría recordarse como lo enunció Juan Bosch para alertar a los historiadores, de que “lo que comenzó como un movimiento para devolverlo al poder, se convirtió cuatro días después, el 28 de abril, en una guerra patria”.
Pero lo más importante del trazado que ha venido marcando la cartografía de abril y su conversión en un heroico enfrentamiento con marines norteamericanos —un relato en donde cada día se incorporan más protagonistas—, fue que trazó múltiples vertientes para modificar la historia, no sólo de la República Dominicana, sino de Latinoamérica y el mundo.
Porque en los días posteriores al 28 de abril -es necesario señalarlo-, y luego que los marines trazaron un abusivo cordón que separó las fuerzas constitucionalistas, entró al país como un siniestro polizonte Joaquín Balaguer, quien luego de los injustos arreglos que dieron fin a la contienda, se recicló sobre la frustración de los acontecimientos y los utilizó para manipular el país a su antojo durante doce sangrientos años; permitiendo que la corrupción creciera hasta las dimensiones que observamos y padecemos hoy.
Aquel 24 de abril de 1965, también nos marcó con el látigo de un naufragio que, para muchos, aparenta ser absurdo, pero no lo es, porque su evocación, a veces dolorosa, sorda y ácida, se convierte en un apasionante equipaje de sorpresas y éstas, como conjuros, aguijonean las angustias y es, entonces, cuando afloran las fantasías y abril se convierte en una voz, en un mantra que tratamos de recitar cada día.