(1 de 2)
1937
El llanto lo escuchó como una trepidación difusa, mientras recogía leña en la loma El Flaco al caer la tarde. Al escuchar el gemido agudizó el oído para descifrar aquel sonido tembloroso, agitado y con dejos de un dolor que sobrevolaba entre los pinos silvestres del bosque; pinos escapados de fuegos azuzados por secas y hornos carboneros.
Luego, acercándose a la dirección desde donde provenía, lo escuchó entrelazado al canto de un ruiseñor y al golpeteo del pico de un pájaro carpintero sobre un viejo tronco. De repente, el gemido creció ancho, ardoroso, y pudo diferenciarlo de entre los otros llantos: de aquellos que azotaron sus oídos cuando los niños haitianos de La Yuquera y la finca de los Bogaert lloraban las precipitadas partidas de sus padres.
Sí, el llanto lo percibió cercano, como si el que llorara lo hiciera bajo la presión del hambre; como si aquel llanto proviniera de una garganta tierna, dulce, ignorante de lo desconocido; como si naciera de una faringe aún cerrada a las vocinglerías malvadas.
Y cuando descubrió de donde salía aquel llanto, su corazón dio un asombroso vuelco dentro del pecho. ¡Oh!, allí estaba la garganta de donde emanaba el quejido: vio que provenía de dos bracitos y piernitas que se agitaban en busca de espacio y entonces sus ojos se centraron en ese niño que gritaba al bosque, su soledad y abandono.
Lo primero que hizo fue soltar la leña y, tras asirlo entre sus manos, abrazarlo fuertemente. Luego, escuchó un murmullo y una voz con acento creole: —¡Agua, agua! —suplicaba la voz y, asustada, observó que el pedido provenía de una mujer negra de enormes tetas-.
¡Es mi petit! ¡Es mi petit Oguín, mi petit Josué! —balbuceó la mujer, inclinando la cabeza hacia el lugar donde yacía el cuerpo de un hombre joven y fuerte, cuyos ojos abiertos observaban lo que pudo ser el último rastro que apreció del mundo, antes de morir.
Con el niño entre sus brazos, con ese Oguín, o Josué, aferrado a ella, se inclinó sobre el pecho de la mujer y sintió latir su corazón lejos, bien lejos, como pasos alejándose hacia el infinito.
Y después no escuchó nada. Entonces, poniéndose de pie, emprendió una carrera hacia la luz destilada de la tarde, hacia ese lugar donde sabía que nada ni nadie podría arrebatarle la criatura que sus ovarios y la esperma de su hombre le habían negado desde siempre.
Sabía que ahí, entre sus brazos, crecía la cierta esperanza de ser madre y cobijar en su seno la ternura y el amor en un parto desde el bosque, por lo que sólo contaría su hallazgo al hombre de su vida, al hombre que había llorado junto a ella la agonía de su útero vacío, desguarnecido de la concepción y huérfano del milagro de la vida. Sí, sólo a él contaría el envío divino de este niño que sería suyo y de él… ¡de nadie más!