convergencia Opinión

Belén y Constanza (1964)

Belén y Constanza (1964)

Efraim Castillo

Mis ojos, al abrirse, tropezaron con la imagen de Belén recortada por el resplandor del atardecer y por delgados hilos de llovizna.

— ¡Ah, Belén! —le dije, sorprendido—. ¡Qué bueno volver a verte!
—Esta noche lloverá a cántaros —me confió, sentándose a mi lado—. ¿Te gustaría caminar bajo esta «jarina»?
Su pregunta me dejó perplejo, pero acepté.
—Sí, Belén, caminemos.

Poniéndonos de pie, caminamos hacia la parte norte de Constanza, hacia la loma que Belén llamó «El Gajo», narrándome que algunos constanceros la utilizaban para lanzar desperdicios y otros en un refugio para satisfacer necesidades amorosas. Constanza nacía desde esta loma y se extendía hacia el aeropuerto militar por el oeste y hacia «Las Auyamas» por el sur. El sol estaba ocultándose y las puertas de las casas, con ligeras excepciones, se cerraban unas tras otras. En la falda de la loma, Belén emprendió un ascenso en carrera y me resultó imposible alcanzarla por más esfuerzos que hice. A media colina, se abrazó a un pino y gritó al viento:
—Ahí están las montañas, Andrés Larancuent. ¡Míralas! ¡Mira las alturas!
—Sí —grité a Belén—, las veo.
Entonces Belén, como poseída, corrió entre los pinos y gritó a los cuatro vientos:
—¡Que no te aturdan las montañas; que no te den vértigo; que no produzcan en ti la sensación de un ahogo inverosímil! ¡Oh, no te desconciertes, Andrés, que la turbación ante la grandeza es cosa de ineptos! ¡Vibra, emociónate, saca reservas de tu coraje y ármate de inspiración ante la magnificencia y espesura del bosque! ¡Que se despierten los cantos ocultos con el sonido del misterio! ¡Estás en Constanza, estás entre la altura y la fertilidad abiertas, entre el trepidar de la esperanza y la vida que se abre!
Definitivamente, Belén recitaba, y cuando se abrazó al tronco de otro pino lucía como una frágil muchacha ocultándose de la realidad. Luego, al callar, me miró; me miró con sus ojos oscuros y me sonrió, abriendo la boca despacio y preguntándome:
—¿Te gustó?
—Sí —le dije—, me gustó lo que gritaste al bosque. ¿Es un poema?
—Sí, lo escribí para ti esta mañana, porque durante el viaje desde Casabito observé tu temor a las alturas, tu incertidumbre ante lo desconocido.
Sin poder ocultar mi asombro, pregunté a Belén:
—¿Me lo dedicaste?
—Sí, es para ti.
—¡Ah, gracias, Belén! —Entonces me acerqué a ella y la abracé fuerte.
La llovizna, esa «jarina» leve, flotante como puntos de rocío, nos había empapado, haciendo que brotaran en mí locos deseos de protegerla, e impulsado por esa emoción, la besé suavemente en los labios.
—¡Oh, Andrés! —me susurró.
Entonces, quité de su cabeza la caperuza y sus cabellos negros y sedosos se levantaron con la misma brisa fría que recorría el valle; la misma brisa que se deslizaba por las calles y se acunaba entre los galpones atiborrados de ajo recién cortado.

(Fragmento del Capítulo 18 de mi novela «Guerrilla nuestra de cada día», 1964-2002).