Carta de los Lectores Opinión

Campanazos 2020

Campanazos 2020

Ando de prisa por la Calle Las Damas. Apresurados pasos antes de que las campanas de la Catedral marquen la realidad del tiempo, de este tiempo que es aquel, el inmutable, donde lo único que cambia y trasmuta, y muere, y renace, somos nosotros.

Aprieto mi rostro contra las piedras de las columnas, testigos de tantas conversaciones, tantas tramas, tanta urdidumbre. Ahora observo desde la ventana que da al esqueleto que antes fue el Edificio Baquero, su febril actividad nocturna, y a mi izquierda, reluciente, la Torre del Ayuntamiento, bajo cuyas arcadas también anduve y ando, niña que siempre tropezó y cayó de bruces, ante los ojos de los limpiabotas vestidos de fuerte azul.

Y de nuevo las campanas, esta vez las de la antigua Universidad de Santo Domingo, desde donde cruzo con los estudiantes hacia el Parquecito Duarte, refugio de disidencias, para contemplar como Federico Henríquez y Carvajal relee una y otra vez el testamento Martiano.

Estoy y no estoy, estando. Un agudo sentido de finitud me asedia. He escuchado estas campanas, estas sirenas que anuncian la llegada al puerto de los buques repletos de cartas de amor o desamor, como las de Francisco. Esa flaca mujer negra que nerviosa se aprieta el estomago me resulta familiar. Siempre que visito el puerto allá esta ella, inmune al mar y los vaivenes de su oleaje.

Si pudiera romper las barreras del sonido le gritaría que su amor no vale la pena, pero entonces no nacería Camila y sin Camila el pensamiento dominicano retrocedería siglos.

Otras campanas distraen mi atención. Son las de la Iglesia de las Mercedes y las de Regina Angelorum. Cada una expande y contrae el tiempo atrapado en el derretido estaño de sus bolas de metal. Cada un marca y anuncia que mi tiempo recién llega, o recién parte.

En las madrugadas, sin carros de policía, sin jóvenes drogadictos que pueden matarte por cien pesos o niños prostituídos, puede escucharse el ruido de las ruedas y el ¡Arre! de los cocheros. Y, subiendo por la Hostos, hasta ese enorme cementerio que son las Ruinas de San Francisco, puede escucharse el lamento de los esclavos y la conversación de jóvenes caballeros con sus damas, como en viejas postales sepia de Santo Domingo.

Es la vieja ciudad que no es vieja, son sus eternos habitantes acomodando las oleadas de recién llegados a los que observan con ternura, sabiendo que sus afanes son y serán siempre sus mismos afanes con otras palabras, con otros ropajes, pero de seguro con las mismas pretensiones de inmortalidad, de significancia cósmica. Es por eso que a las tres de la madrugada hablan por los vivos-muertos, las campanas.

El Nacional

La Voz de Todos