Opinión

Congiendolo suave

Congiendolo suave

Un hábil picoteador
Corría el año 1970 y no era raro ver en cualquiera de las esquinas de la calle El Conde a un individuo con fama de pedigüeño.
No se le conocía oficio ni empleo y la percepción de la gente era que se sostenía con dinero del prójimo. Su anatomía era robusta, su vestimenta siempre limpia y bien planchada, y la sonrisa aparecía con frecuencia en su rostro.

La combinación de estos detalles se le atribuía a que no tenía los habituales problemas, tensiones y frustraciones, de quienes agotan jornadas laborales.
Una noche en que degustaba ron criollo en el restaurante Roxi de la citada vía con mi amigo Felipe Gil, actor y locutor, entró el personaje.
Se detuvo cerca de un minuto próximo a la puerta para echar una mirada a las mesas ocupadas, y se acercó a la nuestra.

-¿Cómo pueden las sillas de este negocio resistir el peso de esos dos grandes talentos, gloria de nuestro país?- dijo, con fuerte voz, haciendo que se volvieran hacia él y luego a nosotros las miradas de varios parroquianos.
Algunos sonrieron burlonamente, y no faltó quien hiciera círculos sobre sus sienes con el dedo índice, queriendo significar que el recién llegado no andaba bien de su azotea pensante.

Con actitud confianzuda, el hombre del elogio exagerado colocó la carga de libras de sus glúteos sobre una silla desocupada de nuestra mesa, voceándole a uno de los camareros: ¡hey, trae acá un vaso con hielo!

-Ilustre don Mario Emilio, lamento que a veces no compran en la barbería que visito la revista Ahora, donde usted publica sus maravillosas Estampas Dominicanas, por lo que no puedo leerlas- dijo, hablando de forma intermitente, debido a los petacazos de ron que se bombeaba.

Y agregó, con lambiscona sonrisa de cobero: pero como sé que algún día usted recogerá en libros esos artículos, estoy seguro que me regalará algún volumen, porque soy un fiel admirador de su genio de escritor.

Volviéndose hacia Felipe, el osado intruso colocó una de sus manos sobre los hombros de su forzado interlocutor.

-Soy enemigo del falso elogio, Felipe Gil, y también de incurrir en excesos cuando manifiesto mi admiración a un artista, pero en mi humilde opinión usted podría ser calificado al mismo tiempo como el mejor locutor, y el más versátil actor del país- manifestó, esta vez acompañando la coba con el rostro solemne de quien afirma algo de lo que está plenamente convencido.

No creo que haya que indicar que el hombre bebió sin aportar dinero cuando pedimos la cuenta, ni tampoco que Felipe y yo la pagamos con muchísimo gusto.

Aunque al día siguiente, mediante conversación telefónica, admitiéramos en medio de carcajadas que el lambetragos nos había hecho caer de pendejos.

El Nacional

La Voz de Todos