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Corazón gigante

Corazón gigante

Pedro P. Yermenos Forastieri

La fama de su nobleza empezó a forjarse desde su primera adolescencia.
En el pueblito donde nació, todos se sentían atraídos por la extraordinaria bondad que irradiaba en sus pequeñas y grandes actuaciones. Jamás se le escuchó hablar mal de alguien. Al contrario, demostraba una capacidad ilimitada de comprender incluso a aquellos que eran rechazados casi a unanimidad por sus temperamentos enrevesados y su alta dosis de chismografía.

En esa personalidad generosa y amorosa, encontraron la explicación de haber sido seducida por un hombre tan notoriamente diferente a ella y con una generalizada reputación de conquistador vanidoso, cuya fascinación terminaba justo cuando confirmaba que su presa había caído en sus redes, a las cuales se ufanaba en calificar como infalibles. Era como si de un reto se tratara, por lo que, una vez alcanzado, desaparecía la adrenalina surgida en la travesía.

Derretida en esos brazos cayó, quizás inconscientemente apostando a que su dulzura tuviese el potencial de enmendar una conducta que, en ese momento, suponía que tenía remedio.

Su cualidad, no obstante, terminó operando en su contra. El señor, al constatar que ella se esmeraba en solucionar todo con amor y perdón, lo que hizo fue convencerse de que, hiciese lo que fuere, ella nunca tomaría una decisión en perjuicio de él.

Con esa mala perspectiva se casaron. Pese al suplicio que vivió desde el principio, nadie le notaba nada, porque no era mujer de estar llorando penas. Eso sí, tomó conciencia de que se trataba de una situación irreversible. Lo único que, cuando se convenció, ya tenía tres muchachos a rastras.

Toda su inmensa humanidad la volcó en sus tres descendientes y los convirtió en el motor que impulsaría la firme decisión que tomó en su fuero íntimo: Haría lo que fuere necesario para convertir al papá de su prole en alguien que le resultare absolutamente indiferente.

Nadie hubiese podido asumir de mejor manera su nuevo rol. Aquella combinación de delicadeza, finura, educación y desinterés, resultó una arma demoledora para la androcéntrica personalidad de su marido.

La perturbación de aquel caballero no dejaba de aumentar. Mientras menos importancia concitaba, más crecía su desesperación. Lo trascendente era que no se trataba de una estratagema para reconquistarlo. La realidad era que había sido expulsado del corazón de una mujer que tomó conciencia de su valía.

Profunda lástima le generaba observar las humillantes e inútiles manifestaciones de aquel faraón caído, implorando indulgencia.