convergencia Opinión

Descubrir Constanza

Descubrir Constanza

Efraim Castillo

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Cuando a mediados de febrero de 1964 el entonces coronel de la Policía Nacional José de Jesús Morillo López me puso en libertad -tras un poco más de tres meses en prisión-, insinuándome que debería alejarme de las actividades políticas, entendí que aquel consejo contenía dos significados: por un lado, insinuaba que no siguiera mis lineamientos revolucionarios; y por el otro, me advertía del peligro que corría si no hacía caso al consejo que me daba. Comprendí, luego de abandonar el palacio policial, que un corto descanso alejado de las actividades políticas me vendría bien y convencí a mi compañera de entonces, de origen español, a que viajáramos a Constanza, donde se había asentado una colonia de inmigrantes ibéricos.

En esa época, la terminal principal para viajar hacia el Cibao se encontraba en La Javilla -en la avenida San Martín- y allí guaguas, camiones y carros se agolpaban a la espera de pasajeros y cargas. En La Javilla abordamos un carro Austin (que importaba desde Inglaterra la compañía Reid y Pellerano, uno de cuyos socios principales, Donald Reid Cabral, fue de los cabecillas del complot cívico-militar que derrocó a Bosch, en 1963) y desde allí emprendimos el viaje hacia Constanza, presintiendo que no sería igual a otros que había realizado a distintos puntos del país y algo muy intenso se apoderó de mí tan pronto llegamos a la terminal de El Abanico, situada en el cruce de la carretera Duarte con la José Durán, la vía que conduce a Constanza a través de Casabito, una montaña cuya altitud alcanza los 1,390 metros.

En aquel 1964, la carretera José Durán, inaugurada el 16 de agosto de 1955, aún presentaba el aspecto de una vía construida a lomo de mulo y aprovechando las condiciones naturales del terreno. El asfalto que la cubría descansaba en un sólido lecho de cascajo y muy pocos baches vulneraban su superficie.
En el ascenso, escuchamos viejas historias que hablaban de la ermita de Nuestra Señora de la Altagracia, situada en el pico de Casabito.

Antes de llegar a Constanza franqueamos los poblados de Las Palmas, Arroyo Frío, Los Ríos, y cuando llegamos a Tireo oímos el sonido de varios aserraderos, cuyos sinfines convertían en madera los troncos de los pinos, los ébanos, los caobos y las sabinas, deforestados de las montañas de la cordillera central. Y cuando el Austin ascendió al punto alto que abandona Tireo, la imagen de Constanza entró por mis ojos como un chorro de placidez y esa imagen nunca ha salido de mí, recordándome constantemente un hermoso valle cubierto de hortalizas y pinos que lo circundaban todo. Sí, desde aquel instante, supe que esa visión me acompañaría por siempre.

Al preguntarle al conductor sobre el mejor alojamiento de Constanza, éste no me señaló el hotel Nueva Suiza -del que había escuchado tantos elogios y cuya silueta se recortaba al sur del pueblo- y nos trasportó al Brisas del Valle, un hotelito propiedad de Doña Cunda Collado.