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El “juez de valla” y el magistrado del tribunal

El “juez de valla” y el magistrado del tribunal

Los “jueces de valla” son humildes ciudadanos que imparten justicia en las contiendas gallísticas de coliseos y galleras. No sabemos quiénes ni cómo los seleccionan para el ejercicio de sus funciones; tampoco conocemos los códigos y leyes que fundamentan sus decisiones. Lo que sí sabemos es que, sin títulos académicos, su sólida autoridad nace del respeto que se han ganado en su demarcación y que esas decisiones suyas son irrevocables, irrebatibles y terminantes, aún cuando las mismas impacten considerablemente el patrimonio de la fanaticada con pérdidas o ganancias millonarias.

Salvo deshonrosas excepciones, son incuestionablemente honorables y correctos en su misión y los casos de veredictos injustos, fruto de prácticas corruptas, afortunadamente son muy escasos.

Los honorables jueces de las cortes y tribunales de la República son personalidades que imparten justicia entre los habitantes de la nación. Ellos son seleccionados por un distinguido Consejo Nacional de la Magistratura, el cual está compuesto por encumbradas autoridades que examinan meticulosamente la hoja de vida de cada aspirante.

En esa hoja se registra su historial profesional, el cual es un largo proceso de formación que recorre las aulas de las universidades, pasa por una elevada Escuela Nacional de la Magistratura y, en algunos casos, por los estrados de tribunales inferiores del escalafón judicial nuestro.
Ante semejante proceso de formación y selección de nuestros magistrados, ha de suponerse que el sistema judicial dominicano es una inconmovible garantía de orden, seguridad, respeto y convivencia pacífica. Sin embargo, no es así.

Aunque no tenemos criterios técnicos idóneos para calificar y evaluar este sistema, al menos tenemos ojos para ver y oídos para escuchar los resultados reales de su funcionamiento, así como de las acciones y decisiones de sus magistrados, los cuales dejan mucho que desear, salvo honrosas excepciones. Y la verdad es que ello basta para echar de menos la nobleza, la probidad y demás virtudes de nuestros humildes “jueces de valla”.

Podría alegarse en favor de los magistrados, que sus sentencias son apegadas a las modernas leyes y códigos que rigen la materia judicial en nuestro país. El alegato, hasta cierto punto, es válido porque tales normativas, a las cuales ellos deben ceñirse en sus decisiones, son las principales garantes de impunidad y propiciadoras de aberraciones antisociales. Pero esto sería sólo una parte de la gran verdad.

Si nos eleváramos tan siquiera un poco sobre el turbulento y confuso ambiente de las luchas políticas partidistas, quizás podamos ver toda la verdad y entonces comprobaríamos que, tanto la calidad de los magistrados, como el espíritu de esos códigos y leyes, son producto y reflejo de una sociedad enferma, y que los mismos necesariamente han de conjugarse y complementarse. Comprobaríamos, además, que nuestra sociedad ya urge de un tratamiento profundo para la recuperación de su salud y el establecimiento de un ambiente de más armonía, paz y bienestar común.

Mientras tanto, en lo concerniente a los “abogados de los tribunales de la república” (tercer componente del sistema), el ambiente en el cual éstos están ejerciendo su oficio, nos hace pensar -a nosotros los ciudadanos comunes- que bien valdría la pena orientaran sus estudios, no hacia las técnicas de oratoria de Cicerón, sino hacia los artilugios conceptuales de Maquiavelo y que en vez de enredarse en descifrar e interpretar los antiguos Códigos Napoleónicos y las históricas Jurisprudencias, se especializaran en el manejo de las “redes” y los medios de comunicación, así como de las técnicas mercadológicas, todo lo cual pesa tanto en las sentencias judiciales y así navegarían “viento en popa” por el laberíntico mundo de los negocios, a fin de lograr las mayores “ganancias de causa” en los estrados.
Son crueles ironías de la moderna sociedad en que vivimos.

Por: Ramón B. Castillo S.
ramonbc46@gmail.com

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