convergencia Opinión

El poder de la imagen

El poder de la imagen

Efraim Castillo

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No cabe duda que Giotto di Bondone (1267-1337), al contemplar los frescos que había realizado en la capilla de los Scrovegni (Padua, 1306), sintió la misma euforia que vivió aquel troglodita cuando se asombró de los movimientos que hacían los bisontes y venados pintados en la pared de la cueva, producidos por el efecto sombra de las llamas de la hoguera.

Giotto supo que su obra marcaría un antes y un después en la muralística y abriría un espacio de revisión en los lenguajes pictóricos, liberando los viejos murales del gótico, que estaban atrapados entre imágenes de diáconos, madonas y santos repetidos en sinfín. Giotto individualizó, además, la historia de su tiempo y proyectó el fresco hacia los linderos de una estética donde el ser humano se convertiría en ente, en un sujeto histórico que proclamaría su propia individualidad.
2
Gracias a Giotto se abrió un nuevo proceso en los lenguajes estéticos, donde la imagen del hombre y la mujer adquirieron la resonancia de un protagonismo anexado a los rictus característicos de su tiempo; eso que Aby Warburg enuncia como “el lenguaje visual de la pasión, (la) necesidad biológica como producto intermedio entre la religión y el arte” (El ritual de la serpiente, 1998). Ese transcurso no sólo involucró al arte, sino al mismo sistema literario, donde descolló Dante de Alighieri, considerado (aún) la más alta voz lírica de Italia. Y digo “de Italia”, porque Dante luchó por la unión de la península itálica; una lucha que lo llevó al destierro y persecuciones políticas.
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A pesar de que en los murales y retablos de Giotto se centraban en una temática religiosa, es preciso señalar que allí habitaban los vendedores ambulantes, los mercenarios de ocasión, las meretrices altivas, los campesinos explotados y, sobre todo, se movía una advertencia a los trepadores que siempre se mantienen al acecho para cazar oportunidades. Giotto explayó, amplió, esparció y selló la permanencia del mural como un implacable testigo de la historia, como una extraordinaria lectura que fue recogida por Julio II, el Papa Guerrero, por Lorenzo de Médicis, El Magnífico, y por Francisco I, de Francia, cuyo mecenazgo hizo florecer las artes en las Galias.
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Hans Belting, en su libro Imagen y culto. Una Historia de la Imagen anterior a la Era del Arte (2009), publicado en alemán en 1990 y editado en español por Akal, en el 2009, arguye que la ampliación del concepto imagen se debe, indiscutiblemente, al Renacimiento: “La imagen no es tanto un fin en sí misma como una actividad social, no está determinada por el qué sino por el cómo, por su rol en la vida pública y su función en la identidad colectiva”.

Belting es específico cuando alude a que la imagen antes del Renacimiento no era, propiamente, considerada como arte: “Desde los más remotos tiempos, el papel de las imágenes se ha manifestado por las actuaciones simbólicas realizadas a favor suyo por parte de sus defensores, o en su contra, por sus detractores. Las imágenes se prestan tanto para ser exhibidas y veneradas, como para ser profanadas y destruidas. Éstas, en tanto sustitutos de lo que representan, obran específicamente provocando manifestaciones públicas de lealtad o deslealtad”[1]