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Pérez tenía frente a sí el Baluarte cuando oyó la voz del Poeta Sorprendido que lo llamaba desde la esquina formada por las calle El Conde y Espaillat:
—¡Pérez, Pérez!
Al volverse, Pérez observó al Poeta Sorprendido borracho, avejentado, y al pedirle que se acercara a él, recordó que ese borracho había ganado un premio nacional de poesía y cientos de artículos elogiaban sus poemas. El Poeta Sorprendido se acercó a Pérez tambaleante, empequeñecido por el tiempo y los sueños inalcanzados. Al observar sus ojos, Pérez adivinó la frustración de toda una generación y la falta de coherencia que primó en aquel grupo de poetas que se reunió a botar-el-golpe del acoso trujillista, formando bien temprano en la década de los cuarenta la revista La Poesía Sorprendida.
—¡Hola Pérez! —saludó el poeta.
—¿Cómo estás, poeta? —le preguntó Pérez, desviando los ojos hacia El Conde, en donde justo a esa hora, la madrugada, la melancólica madrugada, echaba su batalla final contra el sol de la aurora. Pérez observó la calle desierta, habitada por los residuos, los detritos de una sociedad que avanzaba a ciegas tratando de imitar lo mejor de las sociedades céntricas, con conductas donde prima lo fácil, siempre asociado a lo peor.
Luego, Pérez retornó su mirada a los ojos del poeta y advirtió lo hundidos que estaban entre unas cuencas huesudas y revestidas de una piel amarillenta. Los ojos del poeta, dramatizados por la luz artificial, dejaban escapar destellos de muerte.
Pérez recordó el día en que el Poeta Sorprendido le obsequió el primer número de la revista La Poesía Sorprendida, un ejemplar firmado por todos los integrantes del movimiento, donde figuraba entre sus miembros el nombre de Lupo Hernández Rueda. Pérez repasó, palabra por palabra, el contenido del Apasionado Destino, el manifiesto con el que los poetas sorprendidos saludaban un mundo atrapado en la más cruel de las guerras, escrito por Alberto Baeza Flores. Pérez recordó el primer párrafo de aquel manifiesto:
«No sabemos si la poesía nos sorprende con su deslumbrante destino, o si nosotros la sorprendemos a ella en su silenciosa y verdadera hermosura. No sabemos si ella sorprende este mundo nuestro y es su hermosura quien mantiene esa fidelidad secreta en la escondida, interior y grande esperanza.
No sabemos si el mundo loco corre a ella, porque precisa ahora correr como antes, como siempre o como mañana; o si ella corre a él porque necesita salvarlo».
Pérez recordó a aquellos poetas como talentosos buscadores de estilos de vida alejados por completo de la realidad social dominicana; a seres que se escudaban en una poética evocada para despojar al ser de su dolor y ontologizando sus angustias. Pero no los culpó.
Ellos no eran los responsables de toda la mierda trujillista que los rodeaba, sino los ambientes, las atmósferas cargadas, los contornos que condicionaban sus entornos. Entonces, Pérez volvió, súbitamente, a la calle El Conde y sus ojos retornaron al Poeta Sorprendido.