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La crónica cinematográfica tuvo un gran repunte en el país a partir de 1967 con las actividades del grupo La Máscara, que organizaba cine-foros y propiciaba charlas y estudios sobre esta materia.
Sin embargo, el sentido sociológico de la crítica y su metodología llegaron con Diógenes Céspedes comenzando los años setenta, cuando -en sus artículos del diario Ultima Hora- explicaba que el cine contenía otros elementos además del tema y señalando las proposiciones metodológicas de Christian Metz, contenidas en «Essai sur la signification au cinéma I» (1968) y «Langage et cinéma» (1971), donde ratifica el reconocimiento e identificación de los objetos visuales, sonoros y simbólicos del cine, además de las connotaciones que referencian la cultura de los auditorios y las cambiantes estructuras narrativas que organizan su «sistema lingüístico».
Ese aporte de Céspedes varió los viejos conceptos de nuestra crítica, aposentada en una práctica bucólica y adscrita a la crónica social periodística, divorciada de una sociología pedagógica, cuya razón de ser debía dirigirse a cinéfilos con deseos de aprender a leer y decodificar la dispersión estético-connotativa-denotativa de la imagen y su apoyatura sonoro-verbal.
Los que estábamos embarcados en la crítica cinematográfica desde los años sesenta —aún comprometidos con la utopía socialista—, considerábamos que era preciso crear una muralla de contención contra el bombardeo incesante de una industria cinematográfica hollywoodense que, por no saber vender la guerra de Vietnam, recurría a valores de toda índole, creando falsos héroes desde aquella derrota.
Al menos, esas crónicas disfrazadas de crítica tenían cierto sentido; pero hoy, con un cine atrapado entre efectos especiales, sexo, violencia, terror «gore» y donde los argumentos de trascendencia social constituyen pequeños soportes para no llegar a ningún lado, la tarea del crítico debe ser la de señalar -con rigor- los riesgos que entraña la apuesta por un fenómeno estético que camina veloz hacia su conversión en una mera evasión, en una entretención hueca, y tratar de defender las huellas vitales de los que le dieron su estatuto autonómico: Griffith, Eisenstein, Chaplin, Welles, Clair, Rossellini, Ford, Hitchcock, Bergman, De Sica, Kurosawa, Antonioni, Fellini, Truffaut, Kubrick, Ford Coppola, y aquellos que, por sobre los ratings destacados de la taquilla, siguen construyendo un cine de valores.
Apunto esto, porque el siglo XX sorprendió al mundo con la electricidad y la fotografía, las cuales -atadas a la información servida por la prensa- añadieron nuevos medios de comunicación, como la radiodifusión, el cine y la televisión, cuyas capacidades de transmisión ampliaron las orientaciones ideológicas de los pueblos.
Los procesos de absorción y transformación conductuales -fortalecidos por los aportes de esos nuevos canales- posibilitaron grandes saltos a la organización publicitaria, la cual adicionó a su sistema una totalidad audiovisual: el spot televisivo y su capacidad de construir y deconstruir la historia del bien o servicio publicitado, a través de «la estructura básica (o sintaxis) de la diégesis cinematográfica» (Metz, 1968). La publicidad, al fin, podía prescindir del vendedor físico, apostado de puerta en puerta para demostrar el producto.