Fue en el taller de José Cestero (Gamuza), situado en la calle Arzobispo Meriño a esquina Emiliano Tejera, donde se consolidó en 1963 la Generación del 60. El taller lo costeaba Manuel Pérez Cestero (Liquito), un hermano de Cestero, quien capitaneaba el buque mercante Santo Domingo. Liquito, además de pagar el taller, daba un estipendio mensual de cien pesos a Cestero, una suma que repartía entre nosotros y luego nos invitaba a comer al restaurantito Hit, que se encontraba en la misma Arzobispo Meriño, al lado de Pol Hnos.
En el taller de Cestero nos reuníamos muchos de los jóvenes a los que la política había comprometido, así como otros a los que la política no les importaba mucho. Entre los que nos iniciábamos en la escritura, íbamos casi a diario Miguel Alfonseca, Grey Coiscou, Héctor Dotel, Norberto James, el exiliado haitiano Jacques Viau Renaud, Rubén Echavarría, Antonio Lockward, Pedrito Caro y Leonte Brea, entre otros. Y asistían de vez en cuando la jovencita Jeannette Miller y Juan José Ayuso.
Entre los pintores que acudían asiduamente al taller estaban Silvano Lora, José Ramírez Ferreira (a quien habíamos bautizado como El Conde), Leopoldo Pérez (Lepe), Elsa Núñez (La Flaca), Rafael Olivo (Fello Cachucha), Félix Gontier (Cocó), Norberto Santana, Iván Tovar (que asistía de vez en cuando junto al escultor Antonio Toribio), Thimo Pimentel (siempre con una cámara fotográfica en bandolera), así como un pintor de más de treinta años que respondía al nombre de Ramón Oviedo, que aunque no provenía del ambiente de la Escuela Nacional de Bella Artes (ENBA), poseía un enorme talento.
En las reuniones del taller hablábamos de Sartre, de De Sica, de Antonioni, de Camus, de Hemingway, de Dos Passos, de Ilyá Ehrenburg, de Ferdinand Celine, de Robert Walser, del sociólogo Wright Mills, de Fidel; y discutíamos temas relativos a si de verdad Balzac fue mejor narrador que Flaubert; o si Hugo era realmente el hombre clave del romanticismo. Algunos días analizábamos las muertes de Byron, Keats y Shelley, recitando versos de Adonáis («De las altas tierras y bosques | hoy venimos, venimos…»), empapándonos de pura poesía. Algunos días Miguel y Grey leían a Baudelaire, García Lorca y otros. Los que escribíamos teatro (Iván García y yo), citábamos monólogos de Shakespeare, Miller, Beckett, Gorki, Ibsen. Aún el boom no nos llegaba.
Por alguna razón, no he llegado a comprender cuál era el encanto que provenía del taller de Cestero y nos impulsaba a reunirnos allí para desahogar la furia que nos comprimía. ¿Sería porque éramos testigos de la dictadura, del triunfo castrista, de la expedición del 59, de la muerte de Trujillo y las persecuciones policiales? Silvano Lora y yo, escondidos en una compraventa del norte de la capital, tras el golpe de estado a Bosch, analizamos los motivos de aquellas reuniones y arribamos a la conclusión de que, por encima del talento, los que asistíamos al taller buscábamos respuestas para comprender las malditas injusticias de la historia.