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EL ÚLTIMO MOHICANO

EL ÚLTIMO MOHICANO

José Rafael Molina Morillo

José Rafael Molina Morillo

Con el deseco de José Rafael Molina Morillo (JRMM), el día dos de este mes, se desvanece el último gran ícono del periodismo dominicano de la crucial etapa de los años 60 del siglo XX, que conformaron Rafael Herrera Cabral, Germán Emilio Ornes Coiscou, Radhamés Virgilio Gómez Pepín, Mario Álvarez Dugan (Cuchito), Leoncio Pieter Ramos y Carlos Curiel, y con ellos, el resto que surgimos en el entorno de sus palios umbríos y sus magisterios mesiánicos excelsos.

El viernes 31 de marzo, Rafael Molina Morillo cumplía 87 calendarios pletóricos de retos riesgosos, trepidar histórico de altos decibeles, temple acerado que demostró al enfrentar grandes adversidades por el compromiso de tremolar el pendón de la disidencia, contra las instancias autoritarias de los terribles doce años de crímenes, presos políticos y políticos presos de aquella máscara de democracia que definió el despotismo ilustrado del presidente Joaquín Balaguer, y el terror de los incontrolables que dinamitaron con C4 la prensa de la revista ¡Ahora!.

Ese día 31, llamé a mi amable y querida María Cárdenas, secretaria de redacción de HOY, inquiriéndole si había luces en la sala de redacción de El Día, porque como no circula sábado, estaba siempre a oscuras, para felicitar, como cada año, a mi queridísimo Rafael por su 87 onomástico, respondiéndome negativo, asegurándole que el lunes llamaría a Sandra Ortiz, secretaria de Molina, para expresarle mis emociones por su cumpleaños y disponer 57 años de su afecto. El resto, ya es historia.
Ese entramado afectuoso entre el suscrito y Molina surgió en 1962, cuando iniciaba mis estudios de leyes en la flamante UASD, y trabé migas con Molina y Germán Emilio, Pieter y Curiel, luego con Herrera, publicando cuatro artículos al mes en El Caribe, que Ornes me pagaba, el primero que lo hizo conmigo, a RD$5, que por cuatro mensual eran RD$20, igual a US$20.

Nunca escuché a JRMM proferir una palabra descompuesta, elevar el tono de su voz, zaherir a nadie, ni desertar de la mesura y la calma de bonzo budista que eran su marca personal, como su honestidad acrisolada, su temple para asimilar los reveses, y denunciar la sevicia, los excesos y la corrupción gubernativa.
Éramos una versión tropical de La Isla de la Fantasía que protagonizó Ricardo Montalbán, con el enano que anunciaba la llegada del barco, sin delincuencia aterrante, sin hierros en ventanas y colmadones, sin drogas, sin crímenes políticos ni presos políticos, aunque con deportaciones, alternativa para evitar cárcel o crímenes.
Realicé una entrevista para la revista ¡Ahora! a Asdrúbal Domínguez y Cayetano Rodríguez del Prado que retornaban de un periplo por la entonces URSS y la China de Mao, retratados ambos con el Gran Timonel, excluyendo adrede a Ylánder Selig, iniciándome en ese género del periodismo, guiado por Molina, que era subdirector de El Caribe.

Laboré con Molina en 1966 dirigiendo la revista agropecuaria La Campiña, de su propiedad, y ganaba más de RD$400 mensual, cuando en 1971 me convidó mi inolvidable y viejo afecto a Luis Manuel Matos Sánchez, (Manelo), administrador de Listín Diario y Última Hora, para dirigir el departamento comercial del vespertino, ofreciéndome el doble de La Campiña, situación que expuse a Molina, que comprendió, y los afectos quedaron anudados siempre.

Visitaba siempre su despacho en la San Martín 236, hasta días antes de su desvanecimiento definitivo, y aprendí con su sapiencia, experiencia, valor personal, coraje, mesura y honestidad, tanto, como si fuesen cátedras universitarias, que dimensioné con Ornes, Herrera, Pieter, Curiel, Radhamés y Cuchito, mis grandes maestros y faros en el difícil trayecto de informar “sin temor ni favor”.
Molina fundó la gran revista ¡Ahora!; el primer vespertino, El Nacional; dirigió los diarios El Caribe; Listín Diario, El Día y El Nacional, record inigualado hasta hoy. Pergeñó por la defensa de la libertad de expresión en los cenáculos de la SIP y aquí, como ningún periodista dominicano, usufructuando con ardor unigénito, el mayor legado del ajusticiamiento del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, identificado en el inicio del ejercicio de la disensión.

En el crepúsculo del vivaque insomne de un ícono del periodismo, como Uncas, el Último Mohicano de la tribu Chingahuguk, protagonista de la novela indigenista del mismo nombre de Fenimore Cooper, sacudo el lienzo sobre la fogata, para difundir los humos que propalan el ascenso a las potestades arcanas divinas, en las paraderas infinitas de las alturas, el espíritu de un periodista excepcional, un afecto singular, un ser humano extraordinario, un familiar completo, y un ciudadano ejemplar.
¡Ay, como me duele y compunge expandir estos humos excelsos! ¡Ay, si todos fuésemos como Rafael Molina Morillo! ¡Qué tesoro de legado y que compromiso envarado honrar!

El Nacional

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