Los dos se enredaron en las briosas patas del potro del misterio. Una falta de transparencia debido al pánico de cada uno a develar a su prole un pasado que, al parecer, les llenaba de escarnio.
Eso hizo que, durante años, los niños convivieran como si los unieran vínculos que suponían, pero que necesariamente no eran reales.
Contrajeron matrimonio convencidos de que ambos se estrenaban en la aventura compartida de formar familia.
Como todos, se ilusionaron con la llegada de sus primeros descendientes y con la perspectiva de la famosa unión solo rompible por la desaparición física de uno.
Antes del aniversario de iniciarse aquel idilio, ella supo que, en él, la paternidad no se estrenaría con el hijo que ella le daría.
Aquel descubrimiento produjo el impacto de una poderosa bomba explotada en el centro de lo que se suponía el hogar perfecto.
La crisis fue estruendosa.
Él se mostró dispuesto a humillarse de la forma que fuere necesaria para lograr su indulgencia.
No fue fácil, pero esa magia indescriptible de los niños, que él usó como arma de combate, fue diluyendo la dureza de la actitud de la esposa, que poco a poco lo fue aceptando como propio.
La rabia interna, sin embargo, no se detenía, y un irrefrenable deseo de venganza se fue apoderando de su cerebro con repercusión en su corazón.
No pudo evitarlo.
Una fuerza interna la empujaba a equilibrar la traición y se dispuso a identificar el cómplice ideal para tan riesgosa acometida.
Aquello fue de consecuencia inmediata. A menos de un año de acontecimientos tan demoledores para ella, nació su primer hijo.
Las sospechas del presunto padre, a quien no le cuadraba el cálculo de unas fechas combinadas con un viaje que lo alejó de su esposa por más de un mes, no permitían el sosiego de su espíritu.
Para ella, todo estaba incompleto mientras él no supiera la verdad.
Se lo confesó y reclamó para sí reciprocidad en función de la actitud asumida por ella.
La concepción de su masculinidad impidió la comprensión, y se marchó.
Ella disponía de poderosa herramienta. El niño ajeno se había encariñado con su mamá postiza y eso hacía merodear al padre por su entorno, hasta que volvió al redil.
Así se produjo el perdón auténtico y fue concebido el primer vástago común.
Años después, esos tres muchachos comprenderían aquello de: El tuyo, el mío y el nuestro.