(Capítulo 27 de mi novela Testosterona Split)
2 de 2
Entonces vuelvo a las piedras y trato de no pensar en nada más que en aplastar las rocas sin pensar en Berenice ni en la impiedad del sol moviéndose tan lenta y pesadamente que las siluetas de las montañas del Este lucen petrificadas sobre el horizonte; y es en ese instante cuando me regodeo en mis pensamientos y la voz de Berenice se filtra en mis recuerdos para sepultar las súplicas de mi madre y Kamel, diciéndome:
—¡No hagas caso a nadie, chulo mío! ¡Larguémonos de aquí, porque si nos quedamos en este pueblo de chismosos nuestro futuro se empequeñecerá hasta esfumarse! ¡Ven, dame tu mano y caminemos hacia el sol, hacia el tesoro que siempre aguarda a los intrépidos! Además, Culebra, me tendrás siempre! ¡Sólo tienes que darme la mano y marchar conmigo!
Y cuando le di la mano tras el sí, recuerdo que lanzó su cabellera contra mi rostro y provocó que mi verga adquiriera una inusitada erección pétrea, que ella aprovechó para arrojarme sobre la cama, desnudarme y convertirme en un sumiso esclavo del placer. Entonces supe que me perdería con ella. Y mientras se movía sobre mí, Berenice dejó que su pelo se desbordara sobre mi pecho, rogándome que no la dejara nunca, nunca, nunca. Luego, convirtió sus ojazos negros en unos apasionados focos. Pero ahora lo que siento es el golpeteo de mi mazo sobre las piedras, mezclándose a las quemaduras del sol y a la voz del capataz gringo:
—¡Eh, you, negro! ¡Trabajar, picar piedras!
Y esto lo hace porque sabe que la fluidez que emerge de mis ojos (esa nube de nostalgia que los envuelve) está más allá de la carretera que se abre bajo la silueta de Los Haitises y la acritud de su grito. Por eso, cuando me amonesta, el capataz me empuja violentamente con la culata de la carabina y vuelve a gritarme:
—¡No querer decir más a ti que trabajar!… ¡Trabajar!…
Sí, trabajar, trabajar. Yo trabajar, yo trabajar por cinco centavos de dólar la hora, durante diez horas, para ganarme cincuenta centavos de dólar al día, que le llevo a Berenice para gastarlo en viandas, chocolate y carne magra; amén de la diandarina y las demás cremas que acicalarán su tormentoso pelo. ¡Sí, trabajar, trabajar: yo trabajar, capataz gringo, yo trabajar mientras brota la gravilla y surgen los terrones de espeso barro amarillo y aparecen los restos de lo que fue esta isla emergida como magma ardiente desde las profundidades del mar! ¡Y el sol sigue ahí, capataz gringo! ¡Surge ahí, en el cenit, bien arriba, duro, implacable, en el mismo lugar que marca esta hora en que asumí la tarea de picapedrero!… ¡Sí, el sol sigue ahí como nunca, capataz de mierda, quemándome y quemando a estos campesinos y estudiantes que, atosigados por el hambre, se han metido como yo a echadías en las obras viales que facilitarán la persecución de los cacós y gavilleros!