Jamás habría imaginado que esa mañana, tan igual a sus predecesoras, sería la última que se pondría con tanta destreza sus vestimentas escolares. Ese ritual matutino, ejercido con singular pericia, era una manifestación de sus impresionantes habilidades manuales.
La directiva del centro donde estudiaba; sus profesores; muchos de sus compañeros, estaban preocupados por la deriva que venían tomando los acontecimientos en la cotidianidad de un recinto donde lo académico no era el signo distintivo de sus resultados.
Ninguna de las herramientas a las que se había recurrido, parecía producir los resultados perseguidos. Al contrario, pese a reiteradas conversaciones con padres y tutores; charlas de motivación; trabajos grupales y visitas frecuentes al templo más cercano, las cosas empeoraban minuto a minuto, hasta desatar las alertas mayores.
El ambiente se tornaba incontrolable. Más y más desafíos desparpajados a las reglas establecidas. Pocos no usaban, casi en presencia de todos, el tan diseminado instrumento que sustituye al cigarrillo tradicional, con tantos o más efectos perniciosos, falsamente compensados por lo presuntuosos que los hacía sentir.
Las manifestaciones de una sexualidad exhibicionista y para nada responsable, eran parte de un escenario llamado a tener distintos y mejores usos.
Lo peor de todo, no obstante, lo constituían las peligrosísimas rivalidades que se fueron paulatina, pero constantemente incrementando entre grupos que se disputaban todo, menos los mejores lugares en las tablas de calificaciones. Esas no eran sus preocupaciones. Lo de ellos era la supremacía en el inocultable tráfico de asuntos no permitidos. El predominio en la pertenencia de las complacencias femeninas y en el control, por parte de los caciquitos, de cada vez mayores adherentes a sus causas riesgosas.
De todo aquello haberse quedado en una expresión de minorías, el problema no habría tenido mayor repercusión. No era así. Los menos eran los rebelados ante un caos que se hacía inmanejable. Un drástico castigo, hubiese implicado casi el cierre del establecimiento por falta de destinatarios de su objetivo misional.
Las rencillas adquirieron tal dimensión, que el personal de seguridad ni se atrevía a intervenir ante la peligrosidad de la situación. Con frecuencia, era necesario recurrir a la policía, que se veía compelida a utilizar recursos extremos para apaciguar ese infierno. Aquel día, su llegada se produjo pasada la tragedia. El duelo entre los dos principales pandilleros, quedó definido cuando el público enardecido vio volar la mano izquierda de quien perdió, con ese machetazo, su más destacada habilidad.