(Fragmento del capítulo 33 de mi novela «Testosterona Split») (3 de 3)
Pero por sobre todos los signos de mi apariencia estaba mi voz y aprendí a utilizarla no sólo para leerle a la dulce anciana, sino a las muchachas que me evadían, a las que atraía recitándoles versos. Mi voz era mi factótum, mi alter ego, mi evasión cuando me voceaban haitianito o mañesito, y la elevaba al peldaño de la redención. Con mi voz tracé un camino alterno entre las profundas hendiduras que se escondían en mí patria oculta. Fue así como la primera exclusión a que fui sometido (ese rechazo que te exceptúa del ambiente social) se estrelló contra mi voz y resumió dudas de que yo era la pura imagen del haitiano, del mañé. Había adquirido por derecho propio la semejanza al dominicano.
Esto lo comprendí, no en la Universidad de Santo Domingo, sino cuando entré como profesor al reformatorio de San Cristóbal y estudié, junto a uno de los sacerdotes terciarios capuchinos, al San Agustín que describió al mejor Cristo de la historia; al Jesús que resume en su propia carne la historia de la salvación.
Uno de los sacerdotes, para detallarme a ese Jesús salvador, se apoyó en San Ireneo y su tesis del paradigma de Adán, señalándome que ya «Cristo estaba presente en la mente de Dios en el plasmado del hombre», explicándome la «opera dei plasmatio hominis». La teoría de San Ireneo desarrolla la idea de que «nuestros primeros padres, creados a imagen y semejanza de Dios, perdieron la semejanza, pero conservaron la imagen, aunque ofuscada».
Lo de ofuscada lo advertí al entrar como alumno a la escuela de locución de La Voz dominicana, tratando de educar el instrumento que Dios me transmitió bondadosamente a través de mi glotis: la voz.
Aún resonando como un fragor donde las palabras salían emitidas claras, contundentes, llenas de su colorido lingüístico, mis compañeros de estudio y labor aprisionaban esa semejanza al dominicano con el escepticismo que socava y pudre el pudor. Lo sabía por encima de las bebentinas, las parrandas, los calurosos abrazos de felicitación tras las altas calificaciones de mis exámenes y por las recomendaciones de los anunciantes para que grabara con mi voz sus anuncios.
Aunque lloré a veces en la soledad de mi lecho, sabía que el pecado original que me endosaban por el color de mi piel y mis ásperas facciones de africano puro, no se correspondía con el barro de que todos fuimos formados; un lodo que Dios, desde la pureza del décimo cielo, sopló sin exclusión, sin maniqueísmos y sin la más leve conjunción de diferencias y sueños. Y así había de ser a partir del 30 de mayo de 1961, cuando «El Jefe» cayó muerto al depositársele en su cuerpo balas disparadas por aparentes amigos. Mi historia, a partir de ese acontecimiento, se enmascaró con mi voz y supe que a través de ella tejería mis sueños y destruiría los barrotes de la exclusión.