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La discriminación inversa

La  discriminación inversa

Se ha acordado llamar discriminación inversa a las normativas que favorezcan a grupos discriminados por cualquier tipo de práctica. Esto incluye, claro está, a la comunidad LGBTTAQ y cualquier otra organización “política” cuya práctica se aleje de las normativas preexistentes.

Desde esta perspectiva, cualquier persona o grupo que se mantenga en el marco de una mirada marcada por las reglas culturales en curso, es rápidamente etiquetado como “conservador”, “homofóbico”, “straight”. Llegando ya a formar parte del lenguaje cotidiano esta forma de defensa individual en cualquier escenario tribal o trivial.

Se nota que estos epítetos han pasado a ser también discriminatorios, segregacionistas y negadores del derecho a disentir con la gramática de los que otrora eran minorías. Necesitamos dar otra vuelta de tuerca para que los que aún asumen como válida la heterosexualidad, la familia, los hijos, la moral, y otras “construcciones”, tengan el derecho a rechazar, sin ser discriminados, las nuevas “reglas”.
Las comunidades que pugnan por su “visibilización”, rápidamente han elaborado su gramática del discrimen, la burla y el rechazo, que ha encontrado eco en entidades, que han pasado a ser aparatos represores y perseguidores ideológicos. No es posible disentir con estas comunidades, so pena de ser rotulado derechista, nazi, conservador, hetero-patriarcalista.

La situación ha llegado al punto que un articulista ha insinuado la heterosexualidad como un trastorno. En ese contexto, ya han tenido éxito la eliminación de los enfoques biológicos y evolucionistas sobre las diferencias sexuales. De tal manera que la marca que impone en el cuerpo una determinada combinación cromosómica, no puede ser leída con el binomio varón-hembra.

La trampa del lenguaje consiste en que con él se construye el discurso dominante, pero en él también cobra sentido la nueva semántica que pronto pugna por desplazar del poder a la palabra normativa. El decir de la resistencia pronto pasa a ser, por desplazamiento un decir oficial. Todo es un juego de poder.
Los hombres son denominados como ostentadores de un poder que hay que vigilar y castigar, para lo cual se introduce un sesgo en la justicia donde la sola condición de varón nos hace sospechosos de violaciones ante un nuevo modelo de relación. El “macho¨ debe ocultar su sexualidad hasta en la intimidad de pareja, debe posponer su pulsión, que solo se expresará si la mujer así lo desea. Si busca sexo y ella no, es agresión; si rechaza sexo, también es agresión.

El varón, para ser de izquierda, postmoderno, inteligente y hasta atractivo, tiene que renunciar a priori a sus derechos ciudadanos y de sus semejantes sexuales. Debe autoculparse a priori. En fin, si tiene escroto, es criminal hasta prueba en contrario, revirtiendo eso que los abogados llaman el fardo de la prueba.

Con la casi desaparición de lo privado como uno de los pivotes de las normas convencionales, la última conquista de estas comunidades es convertir en derecho humano la puesta en escena de lo privado en el espacio público. La auto-exposición de los actores, en nombre de una libertad que olvida el espacio del otro, la lógica de esos espacios y el efecto de nuestros actos en la frágil formación de un niño.
Lefevbre habló sobre los cuerpos, los espacios, y la transgresión. La violencia, en sus muchas acepciones, puede ser vista como trasgresión al espacio del otro. Sin embargo, si el trasgredido es el que ha construido una “gramática dominante”, allí la violencia está “justificada”. Es como si la minoría estuviera autorizada por un código secreto para violar el espacio común sin ninguna consecuencia, y el straight debe guardar silencio so-pena de ser etiquetado.

En una correa sinfín, se repiten las formas de opresión, estigmatización, exclusión, solo que ahora se legitima por la “ley” del débil, y la autoridad de la “minoría”. Ante la nueva normativa habría que rediscutir quién es el subordinado, en tanto que tal subordinación requiere de un marco de lo que Spivak llama “legacy”.

La violencia justificada por una visión romántica de reivindicación del “débil”, ha construido su propio marco legal. Vemos a diaristas y opinantes celebrar cuando una mujer agrede a su pareja, como si no fuese la misma espiral de violencia y sus secuelas para la familia y la sociedad.

En nombre de una lucha contra el patriarcado, se justifica la persecución estigmatizante contra el varón. Asistimos a la cacería de brujos. Si eres varón debes callar, cualquier cosa que diga es agresión machista y puede ser usado en tu contra.

Pierre Bourdieu acuña el término violencia simbólica para referirse a la aceptación pasiva y alienada de la mujer agredida frente al agresor, lo que “normaliza” el acto violento. En una vuelta de tuerca, esta época de transición ha generado a un hombre alienado que acepta pasivamente los adjetivos de la nueva gramática fundada por la organización política de género.

La discriminación inversa como símbolo de lucha y justicia por emancipar a minorías, se ha convertido en un mecanismo de represión, estigma y negación de los que no podemos ver avance alguno donde solo hay cambios retóricos. Adentro del lenguaje se visualiza una lucha por el poder político desde donde, a fin de cuentas, también se impondrán “normas” y pronto evidenciará la mujer sus formas de violencia.
El autor es escritor y psicólogo.

El Nacional

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