(Fragmento del libro: “Conversación con Efraim -Efraim Castillo frente a su propio espejo”; de Eugenio García Cuevas. Editorial Isla Negra, 2024).
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Eugenio García Cuevas: Efraim, ¿creía tu generación en el arte como un camino de transformación social? ¿Creía que todas las manifestaciones artísticas -y no me refiero solamente a la plástica y a la literatura- podían cambiar el mundo, ser un elemento que contribuyera a transformarlo a tono con la línea de lo que era la utopía de la revolución cubana? ¿Creía en eso?.
Efraim Castillo: La generación del 60 la compactó Silvano Lora, quien fue un gran compactador, un gran organizador de tropas. Silvano compactó alrededor de una pasión libertaria a intelectuales, pintores, escultores, poetas, dramaturgos y sociólogos.
Debo recordarte que la generación del 60 no apostaba por una liberación del mundo, apostaba por una liberación del país; creía en el sacudimiento ideológico del país. Silvano también nos hizo ver otras posibilidades, otros horizontes. Sí, él compactó nuestra generación. Recuerda que la vida bajo las dictaduras no facilita esos espejos de la Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll (Charles L. Dodgson) para, atravesándolos, arribar a mundos utópicos.
Las dictaduras hay que sufrirlas si no se desean combatir, o vivirlas bajo sus reglas, pero extrayendo de ellas ese lado renovador que viene parejo con las férreas disciplinas que estructuran; así como posibilitando los alcances provenientes de sus programas de reintroducción capitalista, siempre tutelados bajo la férrea supervisión del Estado; tal como se produjo en el patrón dictatorial de Trujillo. Esta modélica organización de las dictaduras fue la que visionó Juan Bosch, en 1963, pero que no pudo implementar por su derrocamiento en septiembre de ese año y que, luego, en 1969, expresó en su teoría de la dictadura con respaldo popular.
Los nacidos entre los años 1937-1942 —que integramos la Generación del 60— conocimos aquella “Era” casi desde su mismo inicio, asimilando el cambio descomunal que transformó al país desde 1930 a 1945, cuando los gobiernos dictatoriales del mundo, empujados por los fenómenos revolucionarios producidos antes, durante y después de la II Guerra Mundial, tuvieron que operar nuevos discursos.
Y fue así como conocimos a los coberos y limpiasacos oficiales que, abofeteando la historia, propusieron y obtuvieron el cambio de nombre a la capital dominicana. Conocimos, también, la efeméride del primer centenario de la fundación del país, en 1944, cuando Trujillo, en un acto que debe ser recordado como un trascendental acontecimiento histórico, arribó a un tratado para pagar la azarosa deuda externa que nos ocasionó los más terribles daños: el Empréstito Hartmont, tomado por Buenaventura Báez al aventurero inglés Edward H.
Hartmont, setenta y cinco años atrás (1869), por la suma de 420 mil libras esterlinas, de las cuales sólo recibimos una pequeña parte y que ocasionó —entre otros males— los cierres de crédito al país antes de finalizar el Siglo XIX, la confiscación de nuestras aduanas y, lo más brutal, la primera intervención armada norteamericana, en 1916.