(y 2)
Cuando logré entregarle el cuento de Gustavo Olivo a Don Juan Bosch, se produjo un gran suspenso. El Profesor tomó el papel, le echó una mirada y al extender su mano hacia mí, supuse que no le interesaba. Todo lo contrario. Me pidió que le leyera yo mismo el texto. Confieso que, en ese instante, con menos de tres décadas de existencia, me sentía auténticamente privilegiado y en ningún momento dejé de agradecer, desde mi intimidad, aquella inolvidable ocasión que me había propiciado mi amigo Gustavo.
No puedo relatar de forma pormenorizada, por la intensidad de lo que sucedió, la conmoción que sentí al concluir la lectura y ver el brillo acuoso en el azul de los ojos de don Juan.
Lo que sí me resulta posible es repetir casi textualmente sus palabras: “La misma causa que produjo “la muerte” de ese poeta en ciernes, fue la que me hizo abandonar la literatura y dedicarme por completo a la política: La desigualdad social”.
Después de recuperarse del momento emotivo, me pidió que le transmitiera a Gustavo, de su parte, que no dejara de escribir, que siguiera haciéndolo con la calidad y sensibilidad que él consideraba mostraba el cuento acabado de escuchar.
Al separarnos, me urgía contactar lo antes posible a Gustavo para transmitirle lo que estaba seguro constituiría para él una de las más excitantes informaciones que habría recibido en su vida hasta ese momento. Así fue. Pese a la natural humildad que le caracteriza, no pudo, como era normal, resistirse a la emoción que significaba tan contundente espaldarazo.
Por eso, estoy persuadido de que, en el devenir literario de Gustavo, en los éxitos alcanzados y los que pueda depararle el porvenir, estará siempre presente el estímulo invaluable de aquella valoración hecha por una figura de incuestionable calidad y dimensión.
De mi parte, feliz por haber sido el canal que propiciara tan fecundo acontecimiento. Tiempo después, la emoción de aquél momento importante, tanto para Gustavo como para mí, retornó de forma súbita. Se produjo cuando mi amigo me comunicó que quería que escribiera unas palabras describiendo lo ocurrido en ese episodio lejano.
Obvio que acepté complacido, pero nunca podía suponer que me pediría que leyera el escrito en la puesta en circulación del libro de cuentos que incluía “la muerte del poeta”. El poeta y el cuentista pudieron haber muerto. Por suerte, lo que de ambos sobrevivió, justifica su existencia.