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La muerte en la poesía dominicana

La muerte en la poesía dominicana

La muerte, ¿es una enfermedad o una liberación? Mejor averiguarlo cuando toque a uno morirse, cual sea la circunstancia del devenir.

La muerte para cualquier ser humano, ¿es la misma? Echemos al ruedo la especulación de las muertes de los poetas dominicanos, ¿cómo han muertos algunos?

Los poetas dominicanos, más que los narradores, viven provocando a la muerte en todos sus órdenes desde la amorosa hasta la física de la manera más impensable que podría imaginarse, solo piénsese en las Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique, poeta del siglo de Oro Español, poema de amplia factura espiritual, pues no hay poeta que merezca tan calificativo que no le haya cantado a la muerte en gran parte de su obra, sea de manera directa como indirecta desde los recursos del lenguaje de la poesía y resalto que no hay lengua que ese tema no sea de presencia significativa, que es la vida sino algo de muerte todos los días hasta alcanzar, ¿el fin?

Generalmente poeta que le canta a la muerte, generalmente como misterio o pérdida ¿Se acobarda al final? ¿De qué les sirvió tanta tinta y hojas en blanco, si al final se acobarda? Poeta, muérase con dignidad.

En nuestro país el primer muerto célebre del siglo pasado fue Gastón Fernando Deligne, de lepra, sin que exista una crónica de su padecimiento, que debió ser doloroso y tormentoso, por ser un padecimiento de exclusión de la sociedad que lo llevó al suicidio.

Años más tarde Oswaldo Bazil, poeta de corte modernista dominicano por ser amigo de Rubén Darío por uno que otro poema, pero principalmente por un pequeño Nocturno, de carácter erótico ingenuo, describe en una crónica en la Habana, Cuba, recogido en Tareas Literarias, editora la Verónica, 1943.

La muerte dolorosa de Fabio Fiallo fruto de un cáncer en el pulmón y años después el autor de Tareas Literarias, de diabetes y otras enfermedades fruto de la vida bohemia de sus andanzas por París.

Años antes había muerto Zacarías Espinal, supongo también con dolor de no estar consciente, fruto de la locura por consumo de opio suministrado en el hospital Padre Billini.

En los 60, la muerte de Juan Sánchez Lamuth, por alcoholismo y de delirium tremes tras la caza, sin tregua, de la poesía como oficio del mal vivir. Años más tarde le tocaría a uno que otro de la generación del 48, muriendo como malditos poetas sin ser poetas malditos, como Cifré Navarro, fruto del alcoholismo o el autor de Canto a Proserpina, Luis Alfredo Torres, de otros males innombrables.

La camada de los Sorprendidos tuvo muertes más tranquilas, excepto Fernández Spencer, que se fue alegre tras recibir el Premio Nacional.

De Domingo Moreno Jimenes, Pedro Mir, Lupo Hernández Rueda y Manuel Rueda, muertes honorables por vejez, porque apaga la vida no por una sacudida cual relámpago a cielo abierto, sino como el viento sopla una vela.

Otros a destiempo, como Adrián Javier y Alexis Gómez Rosa. Muertes llenas de congojas metafísicas fruto de enfermedades fulminantes por la forma de vida que cobra en el momento menos esperado.

El poeta es de esos seres que se puede pasar su vida creativa y escritural escribiendo de cosas que está muy lejos de sentir a profundidad como para hacer temblar a lector, para que en un abrir y cerrar de ojos, convierta en un precipicio una visión en drama, en escritura.

En el país siempre han proliferado quienes escriban poesía y el tema de la muerte es uno de sus temas preferido. Satisfecha en la escritura, la muerte pasa vestida de blanco por el frente de la puerta, no importa cómo se viva o aspire a vivir el poeta.
El autor es escritor.

Por: Amable Mejía
amablemejía1@hotmail.com

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