Ciertos casos escandalosos en la administración pública revelan la nulidad de los pretensos esfuerzos y medidas para evitarlos. Es moralmente inadmisible un escándalo de las colosales proporciones como el de la Policía Nacional ——los miles de millones de pesos robados a sí misma en material bélico y avituallamiento para sus miembros——; pero también abundan las denuncias de otros casos que diariamente pueblan los medios del país gracias a que muchos funcionarios han renegado de sus ideas y al silencio de la jerarquía del Gobierno.
Se anuncia la detención de varios oficiales que han sido investigados. Por fin no se obvia mencionar sus nombres ni se mantienen en sus funciones o en sus rangos a los supuestos culpables. Sin embargo, los correctivos anticorrupción siguen siendo un reto para el Gobierno.
El problema es viejo, pero el fenómeno adquiere hoy especial complejidad al presentarse con “bombo y platillo” la estrategia de lucha a través del nuevo Ministerio Público independiente, pero que deja en evidencia que existen lagunas de tolerancia y de impunidad.
Hay un lejano sentido ético, y la verdad que para ponerle freno se puede lograr con una reciprocidad del poder político que comprenda de sus obligaciones para que no se obstaculicen los procesos.
En todo caso, la solución pasa por evitar este “dejar hacer” por admitir un ejercicio irresponsable de muchos funcionarios que andan con autonomía personal porque no se coartan ni se le impone formas de conducta.
Nada ha puesto coto a la arrogancia de muchos que además de corruptos lucen incapacidad prolongada. El Poder Ejecutivo no puede eludir sus obligaciones para garantizar el uso adecuado de los recursos y se necesita, no de su endeblez ante fundadas y legítimas denuncias, sino de su capacidad represiva para evitarlo.
Por tanto, la presidencia de la República no puede dejar abierta ni entreabierta esa peligrosa puerta atándose al empecinamiento de que son campanas de descrédito emprendidas por expertos en fabricación de denuncias.