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Noche tormentosa

Noche tormentosa

Pedro Pablo Yermenos Forastieri

Su esposa cumplía años esa noche y habían decidido venir desde El Líbano a celebrarlo. Santo Domingo se convirtió en un destino frecuente desde que él se obsesionó con encontrar en la pequeña isla caribeña el origen de sus remotos antepasados.

Para lograrlo, contactó una persona que, según los cálculos que hacía, vendría a ser alguien con quien compartía el mismo bisabuelo.

Con él y la esposa de este, planificaron la sorpresa que daría a su mujer, poco dada a esas cosas por su insistencia casi patológica en rehuir escenarios proclives a que surgiera el tema de la edad, que era el secreto que mejor guardado preservaba.

El pariente dominicano sugirió el más exótico restaurante de la ciudad y allá llegaron cerca de las ocho de la noche.
Al pasarlo a recoger, al lejano primo se le ocurrió sacar la llave de su apartamento del llavero que parecía una réplica del mayordomo de una abadía, para no tener que cargar con ese fardo pesado.
Se la introdujo en el bolsillo de su pantalón.

Un espumante acompañó el brindis inicial. Después, varias botellas de vino; entradas deliciosas; platos fuertes espectaculares; el infaltable coro con los mozos; el pastel con discreta velita que era lo permitido por la naturaleza del lugar, para cerrar con diversos digestivos.

No hay felicidad completa
El libanés quiso continuar la parranda. Se movieron a otra área del lugar donde había música bailable en vivo.
Apenas llegar, llevó su esposa a la pista y para nada le importó su falta de dominio del ritmo cadencioso del merengue. Tanto llamaba la atención que, en minutos, estaba en el centro de un círculo que lo vitoreaba como un personaje. Al filo de la medianoche, exhaustos, llegaron al hotel donde los extranjeros se hospedaban y se despidieron, felices, por la intensa velada disfrutada. Los dominicanos marcharon, mareaditos, a su hogar.

Llegaron, estacionaron su vehículo y tomaron el ascensor al séptimo piso. Sintió escalofríos cuando introdujo la mano en el bolsillo y no sintió la llave.
“Tienes la tuya?”, preguntó a ella.
La respuesta negativa lo puso nervioso.
Bajaron al carro, revisaron, nada.
Regresaron al restaurante, cerrado.
Cerca de las dos de la madrugada, poco podían hacer.
Conscientes de que estarían pocas horas, les dolió la elevada tarifa del hotel.
A las siete de la mañana, llamaron un amigo que les conectó con el cerrajero que les abrió la oportunidad de recuperarse de un trasnocho memorable.