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NUEVA YORK

NUEVA YORK

 Una ciudad que marca para siempre

No logro precisar qué año o mes era, pero sí que esa madrugada era de invierno y hacía mucho frío. Había discutido con mi pareja de entonces y me había marchado de su apartamento (ese reducto sagrado en la urbe, donde tener un sitio propio es poseer un inconmensurable feudo) y bajé las escaleras apresuradamente, sin saber dónde iba. (En Nueva York quien no pone con regularidad unos pocos dólares sobre la mesa, se convierte en un apestoso o un paria).

Al bajar se produjo el shock. Un tipo de iluminación extraña y que resultaría estelar en mi larga estadía en las entrañas de la selva neoyorquina. Miré hacia arriba y me sentí empequeñecido por los altos edificios, angustiado por el gris cielo de la hora, y el ambiente oscuro de aquella callecita llamada Tiemann Place, esquina Riverside, que no obstante tener de fondo el parque donde el poeta Federico García Lorca paseaba, todo se mostraba siniestro. Un túnel oscuro me succionaba y no había vuelta atrás.

Sentí que en Nueva York nunca sería feliz, sentí que aquello había sido un mensaje que se hacía acompañar de lo siniestro. Tomé el tren hacia New Jersey, a la casa de mi madre. Qué patético son los vagones de un tren en la madrugada. Un posible delincuente, un desamparado que ha hecho de aquel largo insecto en movimiento un hábitat confortable, una botella vacía moviéndose y causando un ruido seco, son los acompañantes en el momento en que uno siente en que todo se hunde, en que como ser humano está en un grado en que ha sido disminuido.

Pensé en el barrio que dejé atrás, en el momento en que aterricé en la urbe; reflexioné en torno a qué estaba haciendo allí. Todo el absurdo atravesó la cabeza, hasta que llegué a casa de mi madre y toqué para que me abriera, y ella me recibió con la comprensión y la ternura con que lo hace un ser único, un ser cuya solidaridad y amor no conocen límites ni horarios.
Ese fue un momento crucial de mi existencia en Nueva York. No por lo que implicaba de infelicidad o angustia, sino por lo que implicaba en el conocimiento de una realidad única. La ciudad es un monstruo y engulle sin distinción alguna de nacionalidad o raza.

Uno vive en la ciudad de Nueva York y no le importa ni echa al menos que haya existido un individuo como Louis Ferdinand Celine y que escribió algo magistral que se llama Viaje hacia el fin de la noche (en el que describió la angustia neoyorquina) o que el mismo Lorca paseó por donde uno patea la nieve, y que escribió algo tan maravilloso como Poeta en Nueva York, donde describió “cómo los seres salen de un naufragio”.

En esa ciudad no hay tiempo ni para lo literario ni mucho menos para la cursilería de creerse uno algo o un ser importante. Quien se crea de valía nada más tiene que morirse y verá que es menos que una pizca en aquel universo subyugante. Su cadáver en la funeraria pasará tan desapercibido como una pequeña gota en el océano. La individualidad ha sido arrastrada, lo colectivo prima por encima de todo. Todo se mueve a un ritmo impresionante, todo empuja al hombre hacia un lugar donde aparentemente no hay respiro. Un senador, un ejecutivo de Wall Street, un millonario, convergen en un apretujado vagón de tren con el trabajador de factoría, con el desamparado, con quien se dirige angustiado a quién sabe dónde.

Cree uno que desfallecerá y sin embargo se topa con un hermoso parque en medio de aquella mole de cemento, y los árboles y ese confort que da el verde, lo salvan, le ofrecen un instantáneo respiro. Se interna sigilosamente en ese espacio y lo disfruta, como el condenado a muerte se regocija con la última cena que le han servido con mucha devoción y respeto.
De igual modo, se siente uno solo o a punto de capitular por el frío, y entonces entra a una biblioteca, donde la calidez de los libros lo llevan a viajar a confines más hospitalarios. Ese contraste es lo hace desquiciante a Nueva York, lo que provoca que uno siempre esté en una relación de odio-amor con ella.

No conoce la ciudad de Nueva York quien no ha tenido la presión de pagar la renta del apartamento en ese fin de mes apremiante en el que hay que mandar el cheque al landlord, el que no ha sentido el stress que produce el tener que mover el vehículo, la carencia de no tener un cuerpo en el que saciar los instintos en las noches crudas de invierno o el que entre tanta gente no aparezca alguien para la conversación sabia o el intercambio humano de pareceres.

Lo demás es turismo de poco monta. Ir a Nueva York y visitar dos o tres museos y subir a la insulsa estatua de la libertad, o ir de compra a los establecimientos comerciales es paseo y juego para niños. No se puede conocer ni entender esa ciudad desde lo efímero, desde una estadía corta. Lo que provoca que nos atraviese el conocimiento de ella es el ser receptáculo de las angustias, la nostalgia y el dolor que ella crea.

Para tomar el pulso a una ciudad de como Nueva York se debe permanecer en ella por largo tiempo. Y aunque ha cambiado mucho, en su esencia sigue siendo la misma engullidora, la misma ciudad que uno ignora si tiene tentáculos para ahorcar o de vez en cuando son brazos cálidos para recibirnos.

En Nueva York se es prisionero o partícipe de lo libre. Pero, algo esencial es que vivir en Nueva York marca. Jamás se vuelve a ser el mismo desde que se pisan sus calles, desde que observa uno con pavor sus apresurados transeúntes.
Vuelvo y repito, no recuerdo qué año era aquel en que me quedó claro el asunto de que no tendría sosiego en aquella urbe.

Pero cada vez que voy pregunto por mis amigos o conocidos, y como siempre en la vida, a quien no lo ha agarrado la enfermedad, lo ha atrapado el vicio o la precariedad económica. Hay quienes ya se han ido, y ahora resultan entrañables para el recuerdo, y dolores secretamente punzantes. Carlos Rodríguez, Viriato Sención, la librería Calíope, punto en el que el bonachón de César González recibía con mayúsculo entusiasmo.

En Nueva York sólo la voz de Frank Sinatra que se pasea por el alma como Pedro por su casa, una biblioteca abierta un sábado a tempranas horas, o un poco de vino o whisky atenúan el sin sentido.

El Nacional

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