La experiencia nos dice que la familia política que detenta el poder, como resultado de las crisis que crea, el Estado termina agonizante en la mesa de operaciones. La última vez terminó desangrado. En esta ocasión, aunque le cerró el paso al mesianismo, el incumplimiento de las promesas, principalmente en las infraestructuras que concentran el grueso de las críticas, y la mala calidad de los servicios, le ha obligado a una práctica que alía la mala fe y la astucia: “pagar por adelantado” la favorabilidad del votante.
La aplicación de estas recetas anticrisis (subsidios, bonos, “títulos definitivos”, alimentos, fiestas populares, tarjetas, pensiones y sueldos) a millones de hogares, se entiende moverán el electorado a su favor.
Para la nominación del candidato presidencial y la campaña, la modalidad citada precedentemente ha sido una variante de la táctica de comprar el voto el día de las elecciones de tal forma que no exista el voto dubitativo. Ya es un elector o, mejor dicho, una familia trabajada, comprometida, agradecida, y la seguridad es tal que puede llegar a decirse: el futuro electoral está aquí.
Desde luego, este modelo está abriéndole paso a un perverso estilo de promover la política cada día más mercantilizado, pero deja el estremecedor detalle de que el Gobierno carece de dinero para empezar o terminar obras necesarias y/o mejorar los servicios públicos. Indudablemente, esto abre una vía de capitalización del descontento.
La verdad que el PRM confía en eliminar el temor a un mal resultado en las urnas, cuando como se sabe le da vértigo a la dirigencia exhibir su obra de envergadura por un bajo gasto de capital y hacer difícil lo que se debe: recortar el dispendio, bajar el déficit y aumentar recaudaciones.
Entonces, lo que ha adoptado es esta suerte de vaciamiento del Presupuesto en forma manirrota, y que para la oposición el oficialismo no podrá torcer un tristísimo derrotero trazado por un “cambio” en que avanzar hacia adelante es ir en reversa.