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Las maravillosas aventuras con el carro que servía de canalizador para demandas del amor empezaron a ceder ante acontecimientos estremecedores que fueron ocurriendo.
Se trataba de una cadena de episodios desagradables que vinieron a ser como una abrupta interrupción de la magia que caracterizaba aquella convivencia fascinante entre entrañables amigos surgidos desde los primeros años de la adolescencia pueblerina.
Todos fueron adquiriendo motos de aquella marca que, al poco tiempo, se hizo motivo de escarnio, porque se convirtió en símbolo de ese personaje odioso que, al verlo llegar, nos estrujaba en la cara las facturas pendientes cuyos plazos para ser saldadas estaban vencidos.
Uno de ellos fue el primero en hacerse de la suya y, pese a ser la más antigua, el esmerado trato que le daba la hacía parecer la más nueva. Esa circunstancia fue su desdicha. Aquella navidad, al partir hacia el pueblo a festejar con las familias, el hijo del dueño de la casa les comunicó que no podían dejarlas dentro de la vivienda. Las acomodaron como pudieron en la galería.
Dormía la mañana del 24 de diciembre cuando escuchó sonar el timbre del recién estrenado teléfono de discado de su casa paterna.
No podía explicar las razones, pero un mal presentimiento le decía que algo terrible había ocurrido. El presagio se incrementó cuando le informaron que la llamada era para él.
En efecto, la madrugada de ese día habían robado su impecable medio de transporte. Innecesario decir que aquello bastó para amargar sus fiestas y reponerse del golpe le costó varios meses.
Aquello fue el estreno de una hilera de hurtos. Uno tras otro fueron desapareciendo tres de los cinco motores del grupo. Apenas quedaba uno y hubiese sido preferible que corriera la misma suerte.
Su dueño se desplazaba una tarde hacia la facultad de medicina cuando un autobús del transporte público lo arrolló. Al cabo de seis días de una agonía terrible falleció con la agravante de que, en todo momento, estuvo consciente de la gravedad de su situación y del desenlace previsible que le esperaba.
Una especie de depresión colectiva los afectaba cuando una noticia terminó de impactarlos.
En las primeras horas de aquella mañana de julio fueron despabilados por una información que no podían creer: El presidente de la república se disparó en la cabeza.
Sus posibilidades de sobrevivir eran remotas. Su deceso los dejó, al igual que al país, en profundo shock.