PIB: ¿Más desigualdad?
En la literatura económica internacional se estila emplear el término Producto Interno Bruto (PIB) para hacer referencia al grado de crecimiento productivo de un país en función del valor de la riqueza material creada.
En efecto, cuando se trata de calcular la riqueza creada por una economía o deducir si la misma crece o entra en recesión se suele hacer uso del PIB, en cuanto variable macrofundamental de las cuentas nacionales.
La medida del crecimiento económico viene dada por el PIB, el cual suele captar la atención tanto de las autoridades monetario-financieras como de los actores políticos, por lo que la divulgación de sus estadísticas concita un marcado interés. Se trata de la variable económica que captura el crecimiento.
Un gran problema en la medición del PIB viene dado porque no establece distinción entre el ingreso creado por la producción de cosas favorables al consumo humano (alimentos, viviendas y medicinas, entre otras) y el que se genera, por ejemplo, por la fabricación de armas de todo tipo para la destrucción de la vida misma.
Así, el valor del PIB mundial que representa la producción de unos 194 países oficialmente reconocidos por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) alcanzó en el 2012 la suma de 71,8 billones de dólares, en tanto que para el cierre del 2015 superó los 77 billones de dólares.
Ahora bien, ¿es correcto utilizar el PIB como el más genuino medidor del crecimiento económico en un país dejando de lado la distribución de la riqueza? Ese indicador macroeconómico no revela realidades sociales sustanciales que se manifiestan a través de la distribución de la renta y su impacto en el entorno ambiental.
Y es que la medición del PIB suele ser engañosa toda vez que ella engloba a todo el que produce, sin detenerse a pensar la cantidad real que aporta cada quien, así como a establecer diferencia entre la persona que recibe anualmente mucho ingreso (dinero) y aquella que recibe muy poco.
Las Naciones Unidas toman en cuenta el PBI para definir las prioridades y necesidades en materia de cooperación internacional, pero el problema real es que se trata de un promedio que no muestra las diferencias que existen al interior de un país.
La medición del crecimiento económico a través del PIB no basta para determinar su impacto sobre el mejoramiento de la calidad de vida de los habitantes de un país, pero es obvio que sin un aumento en el valor de la producción de bienes y servicios no se podría implementar proyectos efectivos de desarrollo económico y social.
Por eso, cuando se habla del llamado «PIB per cápita», es decir, por persona, hay que cuidarse de las apariencias que se reflejan al dividir el valor medido en dinero de la riqueza material creada entre la cantidad de habitantes de un país.
No es verdad que a cada persona que habita una sociedad le corresponde automáticamente una proporción igualitaria del poder adquisitivo para asistir al mercado en busca de bienes y servicios. Se trata de un cálculo engañoso que pretende esconder las brechas de la desigualdad.