El Gobierno se inició con una clase política poco representativa y novata que no ha podido brindar calidad a una constante demanda de servicios. El funcionariado no ha logrado generar un consenso social favorable al cambio, y el caso más notorio se da en el Congreso con un índice, talvez no medido, pero a todas luces bajo de capacidad legislativa y poco nivel de confianza.
Hemos tenido que esperar cuatro años para comprender el porqué se le echa de menos cuando están en la oposición, y porqué cuando están en el Gobierno se le deplora. Son tantas las dificultades creadas: sequía de obras de envergaduras, el derroche, los errores, las irregularidades, el tramoyismo y el adanismo, la corrupción, la improvisación, la deuda y el déficit; el embeleso, el regodeo…son profecías que se autocumplen a la medida desde cuando se inicia la Administración. La compleja realidad le da en la cara. No es la incertidumbre sino la absoluta certeza del fracaso.
Aún así comienza la fabulación del “país que construye Luis”, y se evidencia, no por el enfrentamiento, sino por la crispación, las molestias que vienen aglomerándose en grandes sectores de la población que protestan por las deficiencias. Es decir, no han faltado reclamos de verdad por todo esta “realidad desbocada”, y que tenemos que impedir por esta falta de supervisión pública en que cada ministerio se gestiona como una plataforma personal.
Esto provoca más riesgo y crea inestabilidad influido por el proselitismo caótico a destiempo. Y lo penoso es que no se proveen las máximas posibilidades en las distintas alternativas y el orden de prioridades a la hora de asumir sus responsabilidades.
Hasta hemos llegado a la división del poder, a una suerte de diarquía en áreas específicas del Gobierno, y como se sabe esto conlleva a una falta de compromiso con el ciudadano. Parece que estamos condenados a repetir, no los males de la economía, pero sí de una hacienda pública que se resiste a la disciplina. Hay precedentes para no minimizar ese riesgo.