Por lo regular, los dictadores siempre se salen con la suya cuando son recordados por los beneficios tangibles de sus obras, mientras muchos de sus crímenes [sobre todo aquellos perpetrados en los sectores humildes de la sociedad] no se exhiben como debería a través de los altoparlantes sociales.
Así, las estructuras edificadas durante sus mandatos permanecen expuestas a la vista de todos, como las pirámides y los obeliscos egipcios, que hoy constituyen hitos más notables que las obras científicas creadas por los pensadores egipcios de aquel tiempo.
Es por esto, indudablemente, que la estrategia dictatorial se aposenta siempre en el permitir ver, en un mostrar constante para comprometer presente y futuro. O sea, una manera de fusionar el a priori con el a posteriori, o la unión de Leibniz y Kant, las «vérites de raison con las vérites de fait».
Pero, ¿y entonces? ¿Volveremos a soportar otro constructor como Trujillo, que sepultó sus crímenes y abusos con varilla, cemento y sarcasmo? Al meditar esto, me asombro cuando mis pensamientos apuntan hacia un plan de vida que jamás me había planteado. Trujillo fue un espanto al que no temía, pero al que contemplaba como un fenómeno peculiar de nuestra historia; Trujillo fue un sujeto que asustaba al que lo veía como a un dios, no al que lo ignoraba.
Mi máscara fue a prueba de Trujillo y he pretendido que lo sea, también, a prueba de los hiperbolizados encantos de los nuevos ilusionistas. Porque es bueno recordar que junto a Trujillo habitaron miles de trepadores, esos que por emulación, envidia, avaricia u oportunismo, ascendieron por la escalera de lo fácil, sin importar a quiénes pisoteaban. Las faunas dictatoriales se han revestido siempre de alcahuetes, amanuenses, burócratas y payasos; por miserables escaladores de la subsistencia y por matones complacientes.
Las puertas de los proyectos dictatoriales se abren sin obstáculos a los serviles, pedidores de favores y aplaudidores de sus abusos, como una forma de barajar las iras de la posteridad.
Y es debido a eso que las dictaduras suelen dar desgraciadamente en el clavo cuando trascienden la cotidianidad con disparos dirigidos al futuro, muchos de los cuales se incrustan en el tejido cultural, tal como hizo Trujillo con los españoles del barco España y los judíos asentados en Sosúa, en los años cuarenta, donde configuró lo que sus asesores ideológicos estipularon como una impronta de lavativa, como una inyección de sabiduría en el brazo indicado.
Sin embargo, aquella estrategia dictatorial para construir una base cultural afincada en la hispanidad y el mulataje —que parecía contar con sólidos argumentos ideológicos—se fue diluyendo, enroscándose en sí misma y, a la larga, convirtiéndose en un bumerán que ayudó a alimentar los odios hacia el propio dictador.
Y ahora, ¿qué queremos? Porque estamos aquí, muchos -como yo- escribiendo desde un escenario que se mueve y regurgita bajo la amenaza de un gran incesto insular, con la noche caminando sobre nuestras cabezas, mientras las sospechas —como dagas— rebotan desde una enorme plataforma de mentiras.