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Retorno represivo

Retorno represivo

Pedro P. Yermenos Forastieri

Cuando casi perdida tenía su expectativa de encontrar pareja, conoció un ciudadano argentino. Le sorprendió la premura con la cual le propuso matrimonio. La combinación de esa prisa con lo desconocido del personaje, la llenaban de incertidumbre ante una decisión que se le demandaba tomar sin mucho espacio para la reflexión que la más elemental prudencia aconsejaba.

La crisis surgía porque al tiempo de estar consciente de que una precipitada respuesta podía acarrearle nefastas consecuencias, tampoco quería perder lo que, si la suerte le acompañaba, podía representar una oportunidad de cumplir el tan femenino sueño de contraer nupcias, formar familia y tener hijos.

Por eso se la jugó, y en un brevísimo tiempo, estaba instalada con su flamante y, al mismo tiempo, casi desconocido marido.

La buena fortuna le acompañó. Los resultados fueron superiores a lo que la riesgosa forma de proceder permitía presagiar. Uno tras otro, por la avanzada edad de ella, llegaron los hijos y todo transcurría mejor que como suele suceder en otras circunstancias en que se planifican en exceso uniones que con más frecuencia de lo imaginado sucumben en poco tiempo.

El único punto que no marchaba como lo deseaba, era la imposibilidad, por motivos migratorios, de retornar rápido a su tierra y encontrarse con la familia que tanto quería y con la cual se sentía muy acompañada. Poco más de un año después de su llegada, la visitaron sus padres. Pasaron un mes felices y conociendo lugares hermosos de la extensa tierra sudamericana, acompañada del primer bebé que era el cuarto nieto de sus progenitores.

A partir de ahí, tuvo que esperar cinco años para volver a verlos. Lo peor era que, en ese interregno, su papá sufrió serios quebrantos de salud, incluido un glaucoma agudo que le hizo perder la visión en muy poco tiempo. Eso la tenía profundamente triste.

Al acercarse la quinta navidad sin disfrutar su compañía, resolvió el tema de residencia y emocionados planificaron el viaje, sobre todo por presentar su segundo hijo.
Arribaron cinco días antes de nochebuena.

Fueron recibidos con el júbilo que tiempo y lejanía permiten suponer.
El abuelo disfrutó sus nietos como si percibiera los rasgos de su anatomía.

Se tomaron tantas fotos, que parecían temer esperar otro lustro para reencontrarse.
Fue peor, la madrugada del 23, su padre se sintió mal. No dio tiempo para llamar al 911. Al amanecer, la oscuridad de sus ojos se hizo definitiva.