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Tengo un amigo que no cree para nada en la pintura mural. Y yo, que estoy entre los que consideran a la muralística como el padre y la madre, no sólo del arte, sino también de la escritura, la memoria social y todo lo relacionado con aquello que, de una u otra forma, nace y se establece a partir de la actividad lúdica, me he desgañitado tratando de convencerlo de su maravillosa importancia en la evolución humana. «Escucha», le dije a mi amigo en cierta ocasión.
«¿Te imaginas lo que hubiese sido la cueva del troglodita sin la narración de una cacería, o sin la fabulación de un encuentro tribal; o, inclusive, sin que en sus muros aparecieran las estrellas?» Mi amigo, sin preámbulo alguno y muy rápidamente, respondió: «Nada, Efraim, no hubiese pasado nada, porque la curiosidad humana habría compensado esa actividad».
Al escuchar su respuesta, sonreí, ya que, regularmente, los historiadores (mi amigo es historiador) evaden la responsabilidad del arte en la evolución del hombre, debido, tal vez, a que tienden a confundir la antropología con la arqueología y, por lo tanto, echan a un lado los espacios de hartazgo y ocio vividos por los clanes primitivos cuando fueron obligados por cuatro enormes glaciaciones y tres ínter-glaciaciones, a convertirse en carnívoros, un fenómeno que tornó más lenta la digestión y permitió realizar intercambios alejados de la cacería y la recolección y, por ende, de abrirse a la comunión social en el paleolítico superior (40,000 años AP).
Ese ocio, al que los griegos respetaron y glorificaron, fue junto a los prótidos lo que permitió el desarrollo del cerebro humano, que aumentó de 380 a 1,400 cm3 (su tamaño actual) en un lapso de casi tres millones de años. O sea, que nuestra capacidad craneana ha permanecido igual desde el paleolítico superior, lo que determina que nuestra acumulación memorial se inicia desde los modos de producción olduvaiense del África oriental hasta el auriñaciense de Europa.
Los murales de Altamira (España), Lascaux (Francia) y las demás cuevas, prueban que gracias a esa actividad didáctica, testimonial y lúdica, pudo el ser humano establecer un hábitat sedentario, quieto, apacible, logrando estructurar sistemas, no sólo económicos, sino con correlatos hacia el procesamiento de datos memoriales, algo que no sucedió con aquellos homo sapiens sapiens cuyos clanes prefirieron las migraciones y la vida nómada.
Fue por esto que expliqué a mi amigo que los murales prehistóricos sirvieron para fomentar las polis griegas, las urbes romanas, las actividades creativas y para estructurar los códigos que nos han acercado a la divinidad, ejerciendo esa «mutua pertenencia» entre hombre y ser, esa Ereignis de Heidegger, o esa misma singulare tantum del propio filósofo alemán[1], donde los cuerpos sociales se entretejen para formar unidades, no tanto por lo mutuo, sino por la pertenencia misma, proponiendo el sentido de que el hombre es dado en propiedad al Ser y el Ser, por su parte, ha sido atribuido en propiedad al hombre[2].