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Súmmum: el mural

Súmmum: el mural

Efraim Castillo

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Los murales fueron las piezas fundamentales del llamado Arte Rupestre y eran producidos en zonas muy específicas y aisladas dentro de las cuevas, esparciéndose alrededor de nichos que albergaban, en el menor de los casos, 300 o más individuos.

En la cueva, la realización del mural representaba, por lo regular, tres funciones básicas para el clan: a) la didáctica, ya que las figuras reproducían lo que su creador (tenemos que llamarlo así) deseaba enseñar a los niños y jóvenes del clan, dando paso a lo que más tarde fue recogido por los sumerios en tablillas de diferentes tamaños, con rasgos cuneiformes, y más tarde resumido por los egipcios en jeroglíficos donde los trazos pictóricos sintetizaban un lenguaje con imágenes que, precisamente, representaban figuras, objetos; b) la narratológica, ya que, en esencia, las pinturas deseaban dejar a la posteridad una memoria, una huella de sus vivencias.

Por eso, los murales auriñacienses estaban compuestos de grabados o petroglifos, pinturas o pictografías, y de grandes figuras o geoglifos (términos éstos aprobados por la Comisión de Terminología del III Simposio Internacional Americano de Arte Rupestre, realizado en México, 1973); y c) la lúdica, ya que los murales constituían, más allá de un simple ornato, una consecuente guía del hábitat.

Joan Miró dijo en una entrevista (1928) que «el arte está en decadencia desde la cueva de Altamira», y si se razona, si se medita profundamente este enunciado, podríamos sacar algunas verdades estremecedoras, debido a que fue allí -en ese dilatado interregno de 25 mil años, caminados fatigosamente por el hombre entre el paleolítico medio y el superior-, donde nació la primera señal de modernidad; y fue allí, también, donde el hombre definió el saber, abordando los fundamentos del concepto, definiendo los criterios y, sobre todo, relacionando el conocimiento con los objetos.

Es decir, que fue allí, en esas cuevas de Altamira y Lascaux, adornadas por inmensos murales, donde nació la epistemología.

Elie Faure, en su Historia del Arte, funda aquella creatividad auriñaciense como «un sistema de relaciones y un sistema sintético [que siempre] busca el sentimiento esencial [ya que] cualquier imagen es un resumen simbólico de la idea que se hace el artista del mundo ilimitado de las sensaciones y de las formas, una expresión de su deseo que pone de manifiesto en la escultura, el bajorrelieve, el grabado y las pinturas…» [3].

Y yo creo, firmemente, que ese y no otro ha sido el sistema de relaciones que ha motorizado al hombre para dejar su huella impresa en los muros de cuevas, paños de arcilla y bloques de mármol, a lo largo de una historia de 40 mil años. Tal vez aquel pintor troglodita descubrió la facultad de mimetizar lo circundante y sintió el asombro de Plotino: «En el momento en que el ser que ve se ve a sí mismo, se verá tal como es su objeto; mejor aún, se sentirá unido a él, parecido a él y tan simple como él» [4].