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No cabe duda sobre lo que sintió Giotto di Bondone (1276-1336) en el Bajo Renacimiento, cuando asentó las bases de la «obra de autor», firmando sus realizaciones y revolucionando una pintura mural que lucía atrapada en «la torpe manera griega [bizantina]»[5], dominada por lo geométrico y bidimensional.
Giotto individualizó la vitalidad, la pasión del hombre de su tiempo en paredes y superficies, así como las contradicciones históricas, abriendo las posibilidades del fresco hacia una estética tridimensional que se expandió al futuro. Y no obstante apoyarse su obra en temáticas religiosas, la lectura de sus murales posibilita entender el ritmo vital del final del medievo; allí se encuentran, viven, vendedores ambulantes, mercenarios, meretrices, campesinos, jornaleros explotados y los sempiternos trepadores que se mantienen constantemente al acecho para atrapar oportunidades.
Giotto, amigo de Dante Alighieri (1265-1321), esparció y selló la permanencia del mural como un implacable testigo de la historia; un legado que fue recogido más tarde por mecenas como Julio II (el «Papa Guerrero»), Lorenzo de Médicis («El Magnífico»), y Francisco I, de Francia, cuyo patrocinio hizo florecer las artes en Las Galias. Ese legado fue -trescientos años después- rescatado ardorosamente por la Revolución Mexicana, gracias al vulcanólogo y pintor Gerardo Murillo («Doctor Atl») y José Vasconcelos, durante el gobierno de Álvaro Obregón (1920), quienes hicieron del muralismo, más allá de su concepto estético, una expresión del sujeto mexicano, estructurando una reinserción en espejo de la realidad social, concretada en el histórico manifiesto de la «Unión de Trabajadores Técnicos, Pintores y Escultores» (junio, 1924), conformada, entre otros, por David Alfaro Sequeiros (1896-1974), Diego Rivera (1886-1957), Carlos Mérida (1891-1984), Amado de la Cueva (1891-1926), Ramón Alva Guadarrama (1892-?)[6], Xavier Guerrero (1896-1974), José Clemente Orozco (1883-1949), Fernando Leal (1896-1964), y Germán Cueto (1893-1975). Entre otras cosas, el manifiesto pedía:
«Repudiar la llamada pintura de caballete y todo el arte de los círculos ultra intelectuales, [aduciendo que] ese arte es aristocrático, mientras que el arte monumental [el mural, desde luego], es de dominio público [7].
Hoy, un siglo después, ese manifiesto podría lucir demasiado vehemente en cuanto a su condena del arte de caballete, sobre todo porque a excepción de dos o tres de sus firmantes, la mayoría de ellos continuó haciendo uso de esa herramienta en sus rutinas diarias de trabajo.
Pero los resultados políticos de aquel manifiesto están ahí, a la vista de todos, a través de cientos de murales que han servido de orgullo a la nación azteca. Algunas décadas después, Rafael Squirru, el conocido crítico argentino, cuestionó a Sir Herbert Read, quien excluyó de su «Historia concisa de la pintura moderna» al movimiento muralista mexicano, argumentando «que dicho movimiento nada aportaba a la estilística de las corrientes visuales que nacen desde el impresionismo»[8]. Squirru acusó a Read de «provincianismo intelectual» al incurrir en ese pecado de la apreciación estética y, por ende, ética y metafísica, consistente en aplicar los valores de su propia cultura para juzgar los de culturas ajenas[9].