Se conocieron cuando la pareja caribeña estudiaba en Canadá. Surgió una amistad con dos compañeros de aula que terminaron casados.
La relación se extendería en el tiempo. Al terminar la licenciatura, se produjo una separación que apenas sería física. El vínculo de fraternidad jamás sufriría merma. Quedaron hechas promesas de reencontrarse y acordaron que fuera en República Dominicana.
La visita fue programada con antelación. Los detalles se previeron y la ilusión era altísima. En la agenda estaba incluido conocer una parcela de caña que familiares de los criollos poseían en el oriente del país, bordeada por un río con chorreras que, aun disminuidas por los abusos, preserva encanto.
En el desarrollo de las actividades, llegó el día de conocer el sembradío colocado como lunar en extensiones inmensas de cañaverales propiedad de un consorcio extranjero.
Apenas llegar, llamó la atención de los extranjeros aquellos caseríos que aparecían cada ciertos tramos y no podían concebir que en su interior se agotara la cotidianidad de seres humanos.
Los anfitriones hicieron todo lo posible por eludir el tema, pero no pudieron lograrlo ante la insistencia de sus invitados, obstinados en conocer de cerca una situación que nunca habían visto. Al finalizar el baño, que disfrutaron muchísimo, murió la tarde y en los villorrios se percibían unas lumbres que incrementaban la curiosidad de los asombrados visitantes quienes casi conminaron a sus amigos a detenerse en el próximo que encontraran.
Así se hizo. Al desmontarse, fueron rodeados por una gran cantidad de niños desnudos, con el vientre inflamado, que solicitaban dinero a los recién llegados. Mezclando francés, inglés y español, pudieron conversar con un pequeño grupo de adultos que, sentados sobre troncos, jugaban dominó en una improvisada mesa que no resistía la emoción de los jugadores al colocar las piezas que cerraban una partida.
No era posible saber qué era mayor, si la vergüenza de los dominicanos o la perplejidad de sus amigos ante lo que constataban sin poder creerlo.
Nunca habían visto las lámparas husmeadoras. Las letrinas se estrenaban ante sus ojos y no concebían que en un espacio tan angosto pudieran dormir papá, mamá y cinco carajitos que parecían de la misma edad.
Los dominicanos se rindieron ante la realidad. Les explicaron las características del trabajo que realizaban los hombres; los salarios que recibían; lo que les ocurría al terminar su vida útil. Conmovidos, vieron rodar las lágrimas por las mejillas de sus amigos.