En la otredad de un pasado reciente de Santo Domingo, imposible al tacto, pura sensación de lo ausente, solo posible en la nostalgia, en el verso; así me encuentro en “Ciudad que alucino”, poemario publicado por Luis Reynaldo Pérez bajo el sello editorial Amargord hace unos dos años. Libro recreativo, con una generosa visión y estética del pretérito latente de la ciudad.
Antes que para elogios, hablar de este libro es una oportunidad para recrear la vida en un tiempo alejado apenas, un Santo Domingo con helados Capri y el Cine Club Independencia, la ciudad y su Plaza Central icónica de apariencia y pensamiento alternativos, hoy imagen neocostumbrista de nuestra urbe. Pero una particular, en fin, porque más allá del poeta está la ciudad de muchos, de contrastes estrepitosos, reservada quizá para otro texto o delegada a otros “hacedores”.
“Ciudad que alucino” no escapa a la nueva ola citadina de la poesía, no solo dominicana. No importa si viene de las provincias el poeta de hoy es urbano, escribe como un pez natural del ruido, el humo y los semáforos. Casi todo lo que uno se encuentra viene en ese tono. Sin embargo, hay matices como en una vaca multicolor, espectaculares y con los más impredecibles climas y lamentablemente, muchos de una pobreza terrible.
En el caso de Luis Reynaldo la ciudad es un tema de vieja costumbre, anteriormente nos lo ofreció en su libro “Urbania”, con el que ganó el Premio Nacional Pedro Mir de Poesía, de la Fundación Global Democracia y Desarrollo (Funglode). No solo en lo temático, también lo estructural se mantiene con pocas variaciones, continuando en una filigrana de nostalgia, perfecta para el regocijo de ese lector que busca la belleza en las canciones, los tragos y el humo de un cigarro; ese lector de mundo, hombre en el carril de los progresos que reserva su refugio de bohemia para no sucumbir.
A este lector hoy lo veríamos ya barbudo, empeñado en la responsabilidad de sus 35 o 40 años de edad, caminando un domingo por El Conde, con ganas de hablar de esto que ha leído, sentado en un café o en un parque, sosegado por la estrechez de las calles entre paredes viejas cuando “La voz de las estatuas estremece el atardecer” y ese aire de hace 400 años que obliga a los automóviles a transitar despacio mientras los niños saltan entre las palomas. Un lector así lo imagino volando en las alas de este libro.
En una ocasión Julio Cortazar comentó que había escritores que se pasaban la vida escribiendo versiones de un mismo libro, sin caer en cuenta. De la misma manera que en “Urbania”, en “Ciudad que alucino” encontramos una serie de textos en verso, muy breves, ordenados por números. Aunque sin un argumento lineal (o al menos no he dado con él), esta construcción da la idea de un único poema, fragmentado en pequeñas composiciones, de antología citadina, todas similares en ritmo y en el empleo de recursos estilísticos, apuntando siempre hacia un solo fin, el desenfado de un sentimiento nostálgico por Santo Domingo.
Desde mi humilde observación considero que el poemario “Ciudad que alucino” ha dado señales de progreso en la poesía de su autor, superando los aciertos de su mencionado predecesor. En esta nueva entrega la relación poeta-ciudad se intensifica, se da riendas al paisaje de las tardes, caminando por aceras sembradas de acacias, y la urbe misma, dice el poeta, es “una trenza de nubes cosida en la silueta del aire”.
Sin embargo, cuanto más se avance en sus páginas, no será raro encontrar reparos como rasguños en la pared, esa queja existencial que asalta desde la sombra gris de lo cotidiano. El poeta la emprenderá en rugidos al ver que su amada ciudad, (usando palabras de Luis Reinaldo), también “es todo lo perdido”, “el canto desafinado de su herida abierta”. Es así que en su libro hay, además, un Santo Domingo del desencanto, donde nada bueno puede vivirse, si no es en el recuerdo idealizado y así hundirnos en su “vientre incendiado de auroras”.
Una cosa a la que sí escapa este hermoso libro es a los ruidosos versos de muchos bardos de hoy, por distintos países, en todas partes, la misma poesía revestida de espectáculo, que hoy en día se pavonea por la gracia de sus dones, cuáles sean. Pues hay quienes sí los tienen. No quiero menospreciar, ni ser un pasadista, más bien, se trata de guillotinar la superficialidad, la moda, la torpeza en el ritmo y todo cuanto anule los valores positivos, trascendentales de la humana poesía.
La de Luis Reynaldo Pérez es una poesía serena, conoce su espacio y lo ocupa cómodamente, ayudada de inteligencia, fórmulas aprendidas en el devenir de las lecturas, el gusto… (algunos poetas no logran un estado puro de la belleza, muy frustrados, ellos no saben que es su mal gusto el que les falla).
El autor es escritor