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Aunque esto que voy a expresar ya lo había dicho y escrito antes, tengo que repetirlo como lo repetí en la presentación del libro “Mis 100 mejores artículos de Publicidad y Mercadeo”, de Freddy Ortiz, en el 2004. Lo que deseo narrar es una pequeña conversación que sostuve cierta noche de primavera con René del Risco cuando su agencia, “Retho”, y la mía, “Síntesis”, recién abrían sus puertas a comienzos de 1972. Y al decir “una pequeña conversación”, no deseo referirme a la brevedad de la misma, sino a cierto relámpago que nos iluminó cuando la abordamos, debido a que el tema surgido —sin que ninguno de los dos lo buscase— era algo que estaba bajo una constante sospecha, y atormentaba, no sólo a René ni a mí, sino a otros publicitarios dominicanos que se atrevían a estructurar, fomentar, y echar las bases, de una publicidad que, aunque claramente imperfecta, respondía maravillosamente a las exigencias de nuestro mercado.
Aquella noche de primavera conversamos sobre la importancia que revestía para nuestra publicidad que la creatividad nacional descansara en un personal nativo; algo que brotó de nosotros -no como un prurito chovinista-, sino porque la fenomenología de la creatividad se aloja —para nacer y crecer— en un tercer discurso, en un hallazgo que enlaza al sujeto con su propia cultura y haciendo posible que el anuncio se convierta en, precisamente, una comunicación que interrelaciona los ritmos y bondades de un bien o servicio con una colectividad específica.
Por eso, mientras más explícitas y nítidas sean las apoyaturas referenciales de esa unidad que se llama “anuncio”, mucho más profundamente tocará la mente del consumidor nacional.
Alguien podría argüir que no, que esto no es cierto, ya que el consumo está sujeto a variables que van mucho más allá de las especificidades culturales y, hasta cierto punto, tendría razón si la historia no hubiese producido a tipos como Hitler, que se apoderó de Alemania uniendo las teorías de los hermanos Grimm con la música de Wagner; o como a Stalin, Mussolini, Franco, Trujillo, y decenas de otros tiranos, que usaron el folclor y las especificidades de sus entornos para cimentar sus dictaduras. Porque son, indispensablemente, las particularidades engendradas en los senos de las naciones las que, por insignificantes que parezcan, estructuran las culturas.
Es preciso recordar que Mussolini revivió el esplendor del Imperio Romano para apoderarse de Libia y masacrar a Etiopía; que Franco se apoyó en un catolicismo que atrasó históricamente a España y que Trujillo utilizó el merengue en sus campañas de propaganda con la sombra del mestizaje ibérico, insertas en sus spots y avisos.
Luego, René y yo caminamos brevemente por los alrededores de una teoría que Martin Heidegger había esbozado sobre las especificidades y su trascendencia en la composición de las naciones (la Ereignis, en “Der satz der identität” [El principio de identidad, 1957], y que Plotino (205-270) esquematizó en el “singulare tantum”, en ese “Uno que somos todos” (Enéadas).