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El texto de Vicente y la Soledad se desliza entre dos épocas fundamentales del país: la Guerra de la Separación de 1844 y la Guerra Restauradora de 1861, por lo que abarca una extensión de 25 años de cronología histórica. En el texto, Mella Chavier explora los mundos rotos y las desgracias personales y sociales que acontecen en ese trecho, describiendo mediante subterfugios coloquiales el ritmo vivencial de una comunidad dominicana: San José de los Llanos.
Aunque la edad de Soledad no es señalada por Mella Chavier, ésta es cronometrada por los que la rodean, como Anastasia, que es parte de la estructura actancial (Greimas, 1966), insertándose en su vida desde la infancia a través de flujos dialogales (”A su mandar, señorita…” […] “Eso no, niña. ¡Tiene que comer!”.
Desde el inicio hasta el final de la novela, los cronotropos (Bajtin, “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela», 1937) no sólo marcan los niveles espaciales, sino los ontológicos, tal como el estado nostálgico en que la “soledad” dicotomiza situación e historia, tras las largas ausencias de Vicente Celestino Duarte en San José de los Llanos. Mella Chavier recurre a la reflexión epistemológica para cargar las metáforas y procurar algún sentido discursivo; ¿pero qué texto poético no la utiliza?
Vicente y la Soledad, como patrimonio de San José de los Llanos —ya lo es—, reivindica al municipio y lo sitúa en ese lugar en donde el héroe, en este caso Vicente, el hermano de Juan Pablo Duarte, ahoga los sinsabores de una nación reivindicada y a la que ayuda a instituir, mediante actos heroicos.
Y el eco de esos sinsabores, de esas penas profundas, no sólo alimentan el mito, sino que se desbordan en Soledad, la mujer, y en el propio ethos llanero.
Así, lo crucial del misterio se fortalece en el poder descriptivo del autor, llevando las categorías político-históricas hacia esos linderos en donde se bifurcan los valores históricos junto a la belleza de lo narrado.
Pero en Mella Chavier cobra, asimismo, un meritorio valor el poder de la descripción como vía para hacer trascender el texto unido a la subjetividad, abordando las relaciones de cambio entre lo que pudo ser el atisbo de una conformación social frente a la continuidad de la lucha, en un país aún inmerso en la esclavitud y servidumbre -aberraciones que imperaban en esa mitad del siglo XIX- y que Mella Chavier lo describe en un formidable mapa. Juan Bosch, en La Mañosa, y Horacio Quiroga, el gran maestro uruguayo del relato, en El Desierto, recurren a esta dualidad; pero contrario a Mella Chavier que lo reivindica desde lo ontológico, Bosch y Quiroga se sumergen en movimientos que, como enuncia Julia Kristeva en “El lenguaje, ese desconocido” (1969), señalan una “senefiance” (“significación”) que, más tarde, se convertirá en historia. O sea, tanto Juan Bosch como Horacio Quiroga, apelan y se vinculan a una totalidad discursiva en contradicción con la propia historia.