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Vida de dos mujeres diferentes

Vida de dos mujeres diferentes

Por: Mario Emilio Pérez- marioeperez@hotmail.com

La apariencia de aquella joven que en años de la década del cincuenta se mudó por mi barrio de San Miguel era atractiva.

De mediana estatura, lucía un hermoso par de extremidades inferiores, y sobre su caja torácica los senos mostraban firmes elevaciones.

Aunque su rostro era moderadamente bello, mantenía casi siempre una expresión enseriada, y una amiga común decía que esta característica le enajenaba pretendientes.

La blancura de su piel, su nariz aguileña y su lacio pelo castaño, eran citados como factores que garantizarían una relación de pareja matrimonial o consensual para un ser a quien muchos calificaban de odiosa.

Alcanzando la condición de treintañera permanecía soltera, y muchos migueletes llegaron a creer que quizás le atraían las representantes del justicieramente llamado sexo bello.

Esta creencia se agravó porque no se le había conocido novio, y entre sus amigos y relacionados eran más las mujeres que los hombres.

La vestimenta usual de la damisela era de tipo conservador, consistente en pantalones, vestidos de faldas que cubrían la mitad de las piernas, y los  botones de sus blusas parecían  buscar aproximarse al cuello.

Cuando llegó al país la moda de las minifaldas y los escotes pronunciados, la casta fémina criticaba a las que las usaban, de las cuales repetía que constituía una inmoralidad el que andaran semidesnudas por las calles.

Otro detalle que la perjudicó fue que cuando en los bailecitos familiares de la barriada algún parejo intentaba adherirse a su anatomía, encontraba el insuperable obstáculo de sus manos y antebrazos.

Con las personas que tuvo confianza esbozó una filosofía vivencial donde  ponía de manifiesto una ostensible carga de vanidad.

Medio en broma, aseguraba que no se casaría si no era con velo y corona, y con un hombre bien parecido que poseyera carga abundante de pesos y dólares.

Nuestro poco sociable personaje convivía con su madre divorciada y un hermano de mayor edad, que eran simpáticos,  afectuosos, extrovertidos y conversadores.

Fue algo casi inevitable que la vecina mantuviera su estado civil de soltera cuando agotó su existencia, con una vida aparentemente huérfana de caricias masculinas, cuando se acercaba a los sesenta años.

El caso de una vieja amiga de cuerpo bien diseñado es totalmente diferente, ya que desde la pre adolescencia dio muestras de un elevado coeficiente casquivano y putón.

Me dijo en una ocasión, ya acercándose a los dieciocho años de la mayoría de edad mientras compartíamos en la fiesta de cumpleaños de un pariente y cuando había ingerido unos cuantos vasos de cerveza, que su coquetería se inició entre los cuatro y cinco años de edad.

Como prueba de su afirmación dijo que en su niñez, viviendo en el segundo piso de una casa, compartía besos y caricias con infantes algo mayorcitos en el zaguán.

Su primer noviazgo serio y precoz lo sostuvo poco después de cumplir los doce años con un jovencito de catorce, bastante experimentado en los combates eróticos.

Esa destreza la adquirió a través de una trabajadora doméstica de su hogar, que en horas de la madrugada invadía el lecho del chicuelo, enseñándole las diversas variantes del más natural e intenso de los placeres.

El romance duró más de un año, y el final lo determinó el hecho de que la chivirica se involucró sentimentalmente con un condiscípulo del colegio donde ambos estudiaban. 

A este ella lo despidió porque pese a su corta edad comenzaba a echarles el ojo a hombres que describía como “hechos y derechos”, que en su vocabulario podía significar tanto machos de la primera juventud como también adultos.

Luego sus líos amorosos se sucedieron con tanta rapidez que alguien afirmó que si salía embarazada no podría adivinar quién era el padre de la criatura hospedada en su vientre.

Ninguno de los hombres a los cuales entregó su cuerpo la mudó, pero la todavía hermosa solterona hace ostentación de esa circunstancia.

– Me he dado mucho gusto en moteles y en playas con hombres diferentes. Si alguno me hubiera puesto casa, llegaría el día en que me cansaría de su estilo de amar y de su conversación insulsa por repetida. No  estoy mucho tiempo con el mismo hombre, y soy tan feliz como una coneja emparejada.

No puedo evitar al escuchar el discurso justificatorio de su celibato  pensar en mi vecina, que se quedó jamona por motivos totalmente opuestos.

El Nacional

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