Jacinto, mamá Dolores y el árbol de mango
Sahir A. Escalona
Ella había sido para él más que su abuela, mamá Dolores; no conocía otra manera de expresarle su cariño, su admiración o su respeto de niño.
Jacinto pensó que los años que ella tenía habían amasado su espíritu y entretejido su humanidad como cualquier pedazo de tela que guarda entre sus hilos una historia que se acopla con otra, a las que se les dan algunas puntadas y, que con el tiempo, no pierden su encanto, sino que gustan más. Pues, a su entender, ella era como la lluvia que baña la tierra, como el viento que acaricia la hierba o como el sol que calienta las mañanas.
Aún en la rama del árbol, los ojos del pequeño Jacinto no dejaban de mirar con ternura a mamá Dolores. Pudo haber guardado en su memoria aquel momento, como quien guarda en una fotografía un instante de su vida.
Con mamá Dolores aprendió a dar sus primeros pasos y a levantarse de sus primeras caídas; aprendió a escuchar con atención su voz dulce y a recibir la calidez de sus buenos consejos; aprendió a lavarse los dientes, a sentarse en la mesa, a comer, a pedir permiso y a comportarse con cordura; aprendió a valorar y a respetar a las personas por sus virtudes y por sus defectos, a la naturaleza por su belleza y su complejidad y, así, a cada una las cosas que parecen simples a primera vista; además, aprendió a dar gracias por cada día y por cada noche que vivía; aprendió a tomar su mano para dejarse guiar por el buen camino; y cada día aprendía más y más porque ella conocía mucho de la vida.
Jacinto y mamá Dolores compartían muchas cosas, juntos. También tenían mucho en común. El árbol de mango era una de ellas. Cuando llegaba la época que el árbol de mango se llenaba de sus frutos, él se subía al árbol a recolectar los mejores mangos y ella cocinaba la más rica jalea que jamás nadie haya comido. Además, Jacinto ayudaba a mamá Dolores a pelar los mangos, a envasar la jalea y a venderla; otro poco la guardaba para su merienda en la escuela, la cual compartía con algunos compañeros de su clase.
Cada mañana, Jacinto recorría casi un kilómetro en su vieja bicicleta desde la casa hasta la escuela. Siempre esperaba ansioso la hora de regresar a casa para ayudar a mamá Dolores y vender la jalea que atraía a gente de todos lados y de todas las edades, como abejas al panal.
Una tarde, desde el porche de la casa, Jacinto y mamá Dolores vieron venir a una madre y su hija por el camino de tierra. Ambos notaron que eran personas muy humildes. Cuando llegaron, la medre saludó:
– Buenas tardes.
– Buenas tardes contestaron a la vez Jacinto y mamá Dolores.
-Mi pequeña hija miró el letrero que dice: «se vende jalea de mango». A ella le gusta mucho. ¿Tienen?
Sí, respondió mamá Dolores con su dulce voz.
¿Cuánto cuesta?
– Diez bolívares el frasco ?dijo Jacinto.
– ¿Diez bolívares? preguntó la madre sorprendida. Buscó en un monedero casi consumido por el tiempo y sólo contó algunas monedas. Miró a la niña con tristeza y le dijo:? Lo lamento hija, pero el dinero no alcanza para comprar el frasco de jalea. Será en otra oportunidad. ?Y la madre y su hija cabizbaja se despidieron.
Cuando la madre y la niña tomaron de nuevo el camino de tierra, mamá Dolores les pidió que regresaran. Por otro lado, envió a Jacinto a buscar no uno sino dos frascos de la exquisita jalea de mango, para que se los diera. Jacinto se sorprendió pero obedeció la petición de mamá Dolores.
La madre tomó los dos frascos en sus manos y, aún sin entender, dijo:
– Pero, mi señora, si no tenemos para pagar un frasco, menos tenemos para pagar dos.
Mamá dolores sonrió:
– Es un regalo para las dos. No se preocupe por el dinero. Quiero que disfruten de la jalea.
La madre insistió en pagarle con las pocas monedas que tenía, pero, mamá Dolores le dijo que las conservara, que ellas las necesitaban más. La madre y la hija sonrieron, agradecieron por el regalo y se fueron.
A Jacinto le costó un poco entender por qué mamá Dolores había hecho lo que había hecho, y le pidió que le explicara; a lo que ella respondió:
– Mi pequeño, Jacinto, esa madre y su hija son personas pobres, tal vez dos almas tristes que necesitan un motivo para sonreír. Hoy le dimos un motivo, al darle un poco de lo que el árbol de mago nos da a nosotros. La idea es compartir un poco de nuestra felicidad con quienes la necesitan. Así nosotros recibimos también nuestra recompensa.
Y fue así como Jacinto, con una sonrisa en su rostro, mirando a la madre y a la hija alejarse con sus satisfacciones, aprendiera de mamá Dolores que hasta un pequeño gesto de bondad y gentileza hacen la diferencia en la vida de uno y de otros, que el árbol de mango no sólo les proporcionaba de sus frutos sino de muchísima alegría.
Semana invita a los escritores de literatura infantil a que aprovechen este espacio, a fin de que contribuyamos a incentivar el hábito de lectura en los niños. Las colaboraciones deben ser acorde con el espacio disponible.
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