Hace unos días -el pasado 5 de agosto-, nuestra amada Santo Domingo, fundada en 1496 por Bartolomé Colón, cumplió 528 años: cinco siglos y pico que narran una historia de sangre, de congojas, de alegrías, de pillajes, de engaños y remordimientos, asentados en lo que pudo hacerse y no se hizo y ha dado como resultado una ciudad cuyo caos estructural y vial nos duele y nos confunde. Sin embargo, con el arraigoresiliente heredado de nuestros ancestros, los dominicanos sabemos que la solución es posible y hacia allí se encaminan nuestros esfuerzos)
Y al pensar en nuestra Santo Domingo me retrotraigo a la edición nº1-2 de la publicación soviética “Sovremennaia Arkhitektura” de 1930 , donde el editorialista de esa revista especializada, Moiséi Ginzburg (1892-1946), escribió: “Tanto los pueblos como las ciudades, no se corresponden con las necesidades actuales. Obstaculizan el desarrollo racional de la industria y de la agricultura y el desarrollo de nuevas relaciones entre los hombres. La vieja concepción de la vivienda campesina patriarcal o pequeñoburguesa, la vieja concepción del angosto alojamiento unifamiliar para los obreros y empleados se diluyen a ojos vistas” (Cecarelli et al.: “La construcción de la ciudad soviética”, 1970).
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Ese editorial no constituía una voz solitaria en aquel vasto escenario de transformaciones sociales que vivía la Unión Soviética en aquella década, bajo el férreo mandato de Iósif Stalin (1875-1953). En esa misma edición, el arquitecto suizo-francófono Charles Édouard Jeanneret-Gris (Le Corbusier, 1867-1965), se había carteado con Moiséi Ginzburg, advirtiéndole: “Debes tener presente que las estadísticas mundiales indican que la mortalidad es menor en el caso de población concentrada; [la cual] disminuye desde el momento en que la población se concentra […] Ten presente que la arquitectura contemporánea persigue una inmensa tarea: organizar la colectividad”.
Tanto el editorial de la “Sovremennaia Arhitektura”, como la carta de Le Corbusier a Ginzburg, respiraban una preocupación común: el hombre, el ser humano y, con ella, la preocupación sobre el problema de la organización de la ciudad; es decir, el hombre y su organización social, conforman la esencia fundamental de la ciudad.
El propio Frank Lloyd Wright (1867-1959), cuya visión de la arquitectura creó la más poderosa impronta en el desarrollo de las ciudades, no podía concebir una ciudad sin espacios amplios y vertebrados al horizonte infinito; sin esa ligazón de tierra, verdor y cielo abierto.
Para Lloyd Wright la ciudad era el “otro” estar del hombre, su hábitat subsiguiente; y la ciudad, aún por sobre su natural crecimiento, siempre encuentra la manera funcional de operar. Por eso, los japoneses, a quienes él debía tanto a partir de aquella visita que realizó al pabellón nipón en la Exposición Universal de Chicago (la World’s Columbian Exposition, de 1893), lo adoptaron para reintegrar su gran arquitectura a la naturaleza; y posiblemente el gran mérito de este formidable creador fue el de visionar la ciudad cibernética cargada de robots y de un tráfago incesante y agotador, debido al empuje de las premuras.