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Adicción a las redes sociales

Adicción  a las redes sociales

Durante años, varios países latinoamericanos han estado sentados en la proa de la barca de los mayores usuarios de las redes sociales a nivel mundial. México, Brasil, Argentina, Chile y Perú encabezan nuestra región en ese aspecto. Y lo que parecería un dato de enorgullecimiento son en realidad burbujas de un problema en ebullición.

Cuando se habla de los beneficios de Internet, las personas aplauden eufóricamente sin saber lo que aplauden, una actitud muy parecida a la de los pollos que se alegran de salir de la confinada granja en que vivían para irse con su nuevo dueño un… ¡24 de diciembre!

Para un estudiante, Internet sería una herramienta útil si se ve como una fuente de búsqueda y transferencia de información; para un hombre de negocios, tendría igual o más valor como plataforma de ventas y promoción.

El tercer y último aspecto, la diversión, tendría cabida si se toma como un buen vino o café, es decir, en pequeñas cantidades. Sin embargo, tomando en cuenta la enorme cantidad de horas que nuestros jóvenes pasan frente a un teléfono inteligente usando Instagram, WhatsApp, YouTube, etc., mirando tonterías y hablando estulticias, no cabe duda que la pobreza y la ignorancia se mantendrán en nuestra región por laaaargos años más.

El dinero, el poder, el amor y el deseo de grandeza son los motores que mueven al ser humano a actuar en una u otra dirección. Las redes sociales no confieren a las personas ni dinero ni poder ni amor, pero sí una estúpida sensación de ser importantes, y por ello son capaces de arriesgar hasta sus vidas en búsqueda de “los cinco minutos de fama” que supuestamente la vida le da a cada uno.

Sería una estupidez decir que la vanidad puede ser tipificada como algo connatural a un determinado grupo geográfico, pero sí tiene sentido decir que esta tiene raíces muy profundas en la conducta de nosotros los latinoamericanos. Eso explica la acción de aquella mujer, por solo citar un ejemplo entre miles, esperando un despiste de un vigilante para sentarse sobre un sofá en una tienda para tomarse una foto que terminaría colgada (según ella misma dijo) en Facebook.

Pero es en la pérdida de tiempo donde está el mayor peligro que enfrentamos. Mientras hablaba con un amigo, noté que cada cinco minutos nuestra conversación se veía interrumpida por el sonido que venía de su “smartphone”. Entonces, me pedía disculpas para ver unos y otros mensajes insulsos. Su adicción había llegado a niveles tales que él ya no podía apartar sus ojos de la pantalla.

Estamos hablando, pues, de una situación que se repetía doce veces por hora y que le robaba en tiempo unos 20 segundos por mensaje. Para ahorrarles el cálculo, en términos prácticos, una hora de mi amigo se había convertido en 55 minutos y su día, por tanto, empezó a tener 23 horas en vez de 24, y esto solo en el uso de WhatsApp. Si esto ocurre con un hombre de mediana edad, da pavor el pensar cuántas horas al día estarían perdiendo nuestros jóvenes dominicanos.

Contrario a lo que muchos piensan, el nivel de desarrollo tecnológico no ha ido a la par con el desarrollo del conocimiento por la falta de acceso de muchos a la tecnología y también por el mal uso de las redes sociales que absorben horas enteras a los usuarios.

Los jóvenes en todas las épocas siempre han vivido como si su juventud no fuese a acabar nunca. Hoy en día, con un promedio de unas cuatro horas pérdidas frente a un teléfono, es seguro que su vejez vendrá más “rápido”, y lo que es peor, con mayor pobreza por esa pérdida de tiempo.

Debido a la competencia rampante que prevalece en la sociedad actual, la preparación y la eficiencia son nuestras mejores armas y aliadas. Sin embargo, ambas han dejado de ser prioridades (si algún día lo fueron) para nuestros jóvenes latinoamericanos dándoles paso a la diversión y las conversaciones banales. Cuando uno ve sus errores, solo me llega a la cabeza la frase de aquel sabio: “Perdónalos, Señor, que no saben lo que hacen”.
El autor es periodista.

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