El país se ha llenado con la vergonzante violencia en sus extremos de mayor capacidad trágica. No hay que referir uno por uno los casos que se han reportado desde hace tres semanas, pero son conocidos: infanticidios, violaciones en manada, violencia vicaria (la que se expresa contra los hijos de la pareja para que le duela más a la madre o el padre), violencia de hijos contra padres y madres, atracos con violencia, asaltos, violaciones por parte de figuras de autoridad (sobre todo aquellos vinculados al magisterio y las iglesias).
Esta vergüenza nos reduce la dignidad de todos.
Hace falta que nos revisemos como sociedad. No se trata de buscar culpables en funcionarios públicos, no es lo entendible considerar que los mecanismos de prevención de esta violencia son defectuosos, ni limitarse a criticar la policía (que evidencia actitudes criticables sin dudas) porque el tema nos desborda.
Todos somos responsables de esta violencia irracional, cruel, inaudita.
Hay mecanismos sociales que alimentan las causas de la misma:
El estímulo al ego, al sentido de posesividad en cuanto a lo amado.
El apego irracional por lo propio genera violencia.
Las enfermedades mentales no tratadas adecuadamente o cuyo tratamiento no se llevan con la disciplina que debe hacerlo.
De entre todas las expresiones de violencia, merecen lugar aparte el homicidio contra infantes y la violación en manada, grabada por los perpetradores.
Frente a este tipo de hechos, la sociedad se puede desgañitar pidiendo justicia, y ello se comprende. Estamos llegando muy lejos en la ruta del sinsentido.
Uno que siempre ha sido un optimista incurable se cansa.
Es demasiado dolor.
Es violencia llevada al extremo. Una que nos duele, que nos reduce nuestra condición humana.
No es entendible.
¿Qué nos pasa?
¿Qué ha ocurrido?
Pedro Mir lo dijo hace tiempo, en tono premonitorio: “La sociedad establecida ha muerto”.
Hoy la alegría ha escapado. Hoy la esperanza está extinta. Es demasiado dolor.
Ya no sé qué decir.