Por: Mario Emilio Pérez
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Allá por los finales de la década del cincuenta mi amigo, con veinte y tantos años de edad, era un hombre con más de seis pies de estatura. Aficionado a los deportes, sobre todo a la natación, mantenía una figura esbelta, de la cual se ufanaba, afirmando con frecuencia que él estaba bien hecho.
Debido a esos detalles físicos el joven provocaba la admiración de las féminas, pero no tuvo muchas novias porque era excesivamente exigente en materia de gustos.
A casi todas las chicas que lo abordaron con actitudes chiveriles, algunas con indudable atractivo, les descubría defectos a sus anatomías.
De una de rostro hermoso señalaba que era canilluda, pese a que la delgadez de sus piernas no era exagerada. A otra poseedora de un cuerpo escultural le criticaba la anchura o la estrechez de la cara, el grosor de los labios, o la nariz “bombolona”.
No eran de su agrado los ojos demasiado grandes, pero tampoco los denominados achinados por su tamaño reducido, y rechazaba tanto los de expresión adormilada como los vivaces.
Claro que eso no significaba que no hubiera una mujer con la cual formara pareja sentimental, y una de ellas lo llevó ante un juez civil que los declaró marido y mujer.
La sorpresa de sus parientes y amigos fue que la elegida no era precisamente una versión dominicana de una estrella de Hollywood. Ligeramente pasada de libras, portaba nalgas achatadas, y sus caderas lucían huérfanas de curvas.
Lo peor era que la chatura no se limitaba a los fundillos, sino que se hermanaba con una pechuga de escasas dimensiones.
Al rostro podía aplicársele aquello de que no era ni hermoso que encantara, ni feo que espantara.
Las piernas debieron tener mayor cantidad de carne, pero contenían suficiente para que no les aplicaran el mote peyorativo de canillas.
Como una repetida frase destaca que no hay hombre o mujer que no tenga su gracia, la media naranja de mi enllave era de carácter alegre, y muy afectuosa y expresiva. Y su marido repetía que en un concurso gastronómico mundial ella alcanzaría un lugar destacado porque eran deliciosas las comidas que preparaba.
Frente a estas cualidades hubo una justificación colectiva de su elección marital.
Y alguno afirmó que una de las ventajas de tener esposa carente de belleza física era que había menores posibilidades de que pegara cuernos.
Esta apreciación se fundamentaba en que eran pocos los hombres que cortejaban mujeres casadas que no fueran hermosas. Es sabido que un romance con hembra ajena puede conllevar enfrentamientos con su dueño, y riesgo de golpizas y hasta de ser transportado a una funeraria.
Poco después del casamiento del apuesto caballero de exigencias estéticas que terminaron en errada escogencia en materia mujeril, circularon versiones de que la semifea no era tacaña con su cuerpo. Esto se debió a que sus compañeros de labor en una empresa privada aseguraban que ella y el propietario retozaban sin ropas en camas de hoteles.
Como se dice que en los casos de adulterios femeniles el último que se entera es el marido, este no fue una excepción. Un amigo común me contó que cometió el error de informarle al “cuerneado” lo que estaba sucediendo, y este no se inmutó.
Y le explicó, hasta con un amago de sonrisa, que al matrimoniarse con mujer que no era hermosa se arrepintió de sus exageradas exigencias anteriores.
Desde entonces se tornó asequible a las bellas que seguían acosándolo, y ahora en mayor cantidad porque había añadido a su apostura el encanto de lo prohibido al casarse.
Manifestó esto colmó de sensuales placeres su vida antes más comedida en ese sentido.
Y añadió que como su mujer “estaba en falta” se hacía la ignorante igual que él sobre sus brincos extraconyugales. Y expresó que mientras él se había acostado con varias parejas, difícilmente su cónyuge encontraría otro con tan mal gusto como su patrón que se fijara en ella.
– En este campeonato puteril, sin lugar a dudas que hay un ganador indiscutible y ese soy yo- fue la frase que puso punto final a aquella conversación con su congénere.
Recordé que alguien dijo que los cuernos son como los dientes en las criaturas, que cuando van a salir duelen, y después comen con ellos.