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Cestero: un poeta

Cestero: un poeta

Efraim Castillo

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Desde los penetrantes lenguajes estéticos de las obras de Oskar Kokoschka, Gustav Klimt, Picasso, Paul Cézanne, Juan Gris, Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, del constructivista Joaquín Torres-García, del interiorista mexicano José Luis Cuevas, del revolucionario pop art de René Magritte, la fascinante escatología de Francis Bacon, hasta detenerse en el lenguaje expresionista emocional de Vincent van Gogh, cada etapa, cada ciclo atravesado por José Cestero, ha constituido un aprendizaje, un tormento, una pasión, desde finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta del siglo pasado.

Por eso, Cestero ha sintetizado su discurso en ese punto álgido donde coinciden la percepción, la emoción y el goce. ¿Acaso no lo ha sentido así el lector al contemplar cualesquiera de sus obras, donde vuelan las palomas y las damas de los años cuarenta atraviesan presurosas las esquinas con sombrillas protectoras, en la memorización una ciudad incontaminada? Es desde esa pintura -de melancolía y poesía totalizantes- que Cestero inicia su andadura para revivificar la ciudad y su río, con riberas atestadas del verde que se fue; de ese hábitat de yaguasas y peces, de apacibles sombras y fecundas siembras que contorneaban una ciudad iluminada por el sol y habitada en los recuerdos.

Es ahí -como enuncia Heidegger- «cuando el impulso que emerge de la obra la hace destacar como tal» (Op. Cit.).
Sí, es desde ahí donde la excelsa maestría de Cestero ha marcado un estilo refrendado por la formatividad del estudio, del trabajo y de las analogías visibles y letales de la cruel paradoja establecida entre la ciudad, su río y el ayer, y entre la ciudad, su río y este hoy.

Todo para patentizar los motivos que han convertido la obra de Cestero en un pattern tan vibrante como todo lo que prima entre la ebullición de la novedad y el paradigma que la convierte en poesía.

La recreación obtenida por Cestero del universo urbano, edita la continuación de un tejido memorial que nos remacha —pero sin arribar a una nostalgia de sospechas— las razones fundamentales de la aprehensión de que no todo está perdido, permaneciendo como el artista lo ha recreado y estacionado en sus recuerdos.

Y es desde los cobijos, los refugios, albergues y riberas de la ciudad y su río memorizados, donde percibimos la voz, la pintura poética de Cestero alertándonos con la voz de la memoria que aún es posible arribar a la reivindicación de esa urbe poetizada por Efraín Huerta: «Ciudad que lloras, mía, | maternal, dolorosa, | bella como camelia | y triste como lágrima» («Los hombres del alba», 1944).

La ciudad y su río, en Cestero, arroja la posibilidad de un retorno al verde, al oxígeno vital de un ayer devastado por el hombre, porque después de todo, en Cestero —como en la mayoría de los verdaderos artistas— la creación pictórica construye y deconstruye a partir de una memoria que duele, trasciende, y se esparce como un eco que levanta goces y remembranzas.