El deseo de contar historias y de escucharlas es inherente a la naturaleza humana. De ahí que el origen del cuento se pierda en el horizonte del tiempo. Es un arte que existe desde el mismo momento en que nace el hombre.
Las milenarias tumbas egipcias documentan imaginativos relatos de la vida social y política de los faraones escritos en papiros. La Biblia misma es un gran depósito de toda suerte de historias. La propia mitología griega está llena de hechos y hazañas de sus dioses y héroes.
Sin embargo, todo parece indicar que el cuento tiene su patria original en el Oriente, por lo menos el cuento maravilloso y erótico que suscitó la airada censura de Mahoma; es ese cuento que se agavilla magistralmente en Las mil y una noches.
El cuento, en esencia, es la transmisión más oral de la literatura popular, mientras el relato -en prosa o en verso- de aventuras fantásticas, cómicas y en ocasiones libertinas, está cerca de la novela corta y de la fábula.
La narración breve que representa el cuento se expresa hoy día de manera tan categórica como en las culturas antiguas. La literatura universal está llena de cuentos de toda índole.
Se ha dicho con mucha propiedad que la hegemonía del cuento, precisamente por su brevedad, se adapta a un mundo tumultuoso y apresurado; y es aquí la importancia del género como narrativa popular, pues en todos los tiempos el mundo ha sido así, rápido y agitado, por lo que el género ha gozado siempre de adhesión preferencial entre los géneros literarios.
Edgar Allan Poe, históricamente el más universal de los cuentistas norteamericanos, insiste en la unicidad del incidente, en su brevedad, en la originalidad del planteamiento y desarrollo, de manera que la narrativa pueda leerse, incluso, de una sola sentada.
En ese sentido, el cuento largo es una aberración; contradice la definición por excelencia del género. Insistir en la prolongación de lo narrado más allá de que pueda leerse de una sola sentada, como Poe sostenía, no es contar historias cortas, no es hacer cuentos.
En ese tenor, los escritos moralizantes de los romanos Lucio Apuleyo y Ovidio constituyeron en los inicios los elementos más fantásticos y mágicos, y, por consiguiente, de mayor esplendor del género.
En correspondencia con su estilo, el cuento -contrario a algunos fallidos intentos que se han hecho- no puede ser una narrativa muerta. Es todo lo contrario, entre sus principales características el género expresa tácitamente la construcción de una trama en movimiento, en acción, que es lo que llama la atención en todo su desarrollo, mientras su otro elemento básico, el tema, es el móvil del relato a quienes dan vida sus personajes.
Como se expresa, contar cuentos no es una forma fácil de hacer literatura debido a la brevedad en que debe ser expuesto el género. El cuento exige rigor y estilo y una prosa que hable por sí misma del buen arte de decir o contar las cosas.
El cuento dominicano ha tenido mejor suerte que la novela, y ya desde 1854 Ángulo Guridi, con El gatito, nos regalaba el primero que registra la antología nacional, mientras el género le debe a Juan Bosch uno de sus más destacados exponentes en América.
Pero ya lo dijo el historiador y ensayista norteamericano Wallace Earle Stegner hace ya muchos años atrás: “Un hacha no se utiliza para cortar una rueda de queso; tampoco se producen grandes escritores si no hay presión por parte de talentosos competidores. La calidad de la producción de cuentos de esta época se debe tanto a los grandes escritores como a los secundarios”.
El autor es periodista y ensayista.