Desde niñas se les enseña a silenciar la menstruación: la innombrable, la invisible. La normalidad discordante.
Las palabras tienen poder: si “manchamos” —término que sugiere impureza o deshonra—, debemos sentir vergüenza.
Las niñas aprenden a imaginar la sangre de su cuerpo como un desecho, algo para ocultar.
Nadie debe notarlo, nadie debe notarlas, ni saber que menstrúan.
Pero esa sangre no es basura: contiene proteínas, nutrientes y células madre. Es vida. Es la prueba de un cuerpo funcional y cíclico. La sangre menstrual es el primer eslabón de la vida; sin menstruación, no hay reproducción posible.
El problema no es la menstruación, sino la forma en que las educamos para vivirla. Desde pequeñas se les enseña a temer a su propio cuerpo. Cuando inicia su menstruación, les decimos: “ya eres una mujer”.
Les negamos el conocimiento liberador y, en contraste, les imponemos la responsabilidad de un embarazo, del deseo ajeno y la culpa: la gran inmovilizadora.
Durante siglos, las culturas han impuesto normas que patologizan los ciclos de las mujeres.
Se les permite menstruar, pero en silencio.
Esa contradicción enseña a despreciar el cuerpo: el vehículo con el que transitan la vida, la morada del alma.
Las educan para negarlo y, con ello, para negarse.
La sangre menstrual provoca asco, pero la sangre derramada en la guerra se celebra.
Una se esconde; la otra se glorifica.
En esa diferencia se revela la raíz de la violencia simbólica contra las mujeres: todo lo que fluye del cuerpo femenino —incluso la sangre que da vida— se asocia con debilidad, mientras que la que brota por la violencia se vincula con poder.
La menstruación no es una “indisposición”: es ritmo, energía, renovación.
Un recordatorio de que el cuerpo no es una máquina, sino un organismo que necesita descanso, respeto y cuidado.
Un cuerpo que puede doler, sobre todo cuando duele la vida.
Negar el conocimiento menstrual también es violencia.
Es perpetuar el miedo, el silencio y la culpa.
La educación sobre el ciclo no debería limitarse a “mantener la higiene” —como si el cuerpo fuera sucio—, sino a comprender su biología, reconocer sus etapas, identificar los días fértiles y vivirlos como fuente de salud y poder.
Hoy, que el sistema educativo se propone incluir la menstruación como tema prioritario, espero que enseñen a niñas y niños a verla como un regalo, no como un peligro. Solo cuando una niña deja de sentir culpa por su cuerpo, empieza verdaderamente a habitarlo. Y eso, al patriarcado, le aterra.

