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Palabras “malsonantes”

Palabras “malsonantes”

Real Academia de la Lengua Española, Madrid.

(Este artículo es una colaboración del escritor Sélvido Candelaria, compueblano y amigo).

Hace poco, intercambié mensajes con una persona versada en asuntos periodísticos, doctorado en lingüística por dos universidades europeas de sonoros nombres y un abanderado de la lucha “feminista”.

La conversación arrancó con una pregunta de mi parte. ¿Cómo es que usted, siendo un decidido feministo (perdone pero no me sale un adjetivo femenino para calificar un nombre masculino, por aquella vaina de la “concordancia entre género y número’), cómo es que usted, repito, admite y promueve la discriminación entre las palabras? ¿O acaso no es discriminatorio hablar de “malas palabras”; “palabras vulgares” o “palabras malsonantes”?

— Bueno – me respondió – lo que sucede es que hay lineamientos que debemos seguir para respetar la integridad de las personas; para ganarnos el respeto del auditorio. Hay palabras ofensivas al oído y al pudor que no deben nunca decirse ante un público respetable.

Se me ocurrió preguntarle por lo que él consideraba “un público respetable”, pero no llegué al cuestionamiento porque me imaginé que pasaríamos toda la tarde, de un concepto a otro, sin llegar a conciliar.

Entonces, una vez terminamos, me decidí a indagar sobre esas “malas palabras” y me encuentro con un artículo publicado en el New York Times, titulado En defensa de las groserías. Vean este extracto.

“Cuando somos niños, se nos enseña que maldecir, incluso cuando tenemos dolor, es inapropiado, que demuestra un vocabulario pobre o es en cierta forma señal de pertenencia a una clase inferior. Sin embargo, las groserías tienen un fin fisiológico, emocional y social, y son efectivas solamente porque son inapropiadas.

‘La paradoja es que el mismo acto de represión del lenguaje es lo que crea esos mismos tabúes en la siguiente generación’, dijo Benjamín Bergen, autor de What the F: What Swearing Reveals About Our Language, Our Brains and Ourselves. Lo llama la ‘paradoja de la vulgaridad’.

La paradoja es que las palabras malsonantes solo son poderosas porque les otorgamos ese poder. Si no se les censurara, todas las palabras que se designan como groserías serían solo términos comunes y corrientes.

Sin embargo, decir palabras soeces tiene beneficios más allá de hacer más colorido el lenguaje. También puede ser catártico”. Estoy completamente de acuerdo con ello. Y me baso en lo siguiente: El verbo cagar está registrado en el diccionario de la RAE. Supuestamente esa palabra suena mal, de acuerdo al criterio de no sé quién desde no sé cuándo.

Porque fíjese usted que, según la etimología de dicho vocablo, este viene de lejos: “Del latín cacare, y este, del protoindoeuropeo *kakka-, “excremento”. Es decir, en los idiomas que dieron origen al nuestro, este concepto no tenía nada de malsonante.

Fue en el camino donde a alguien se le ocurrió que defecar era más bonito y se proscribió tan elocuente palabra.

Y dejen el sonsonete de que esa palabra es malsonante, o sea, que suena mal. Porque sobaco, verija y perineo, en mi concepto, suenan diez mil veces peor y no tienen el sambenito ese que, discriminatoriamente, le han adjudicado a este importante y natural verbo. Continuará.