“Un hombre solo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse”. G.G. Márquez.
Solo falta que la República Dominicana le declare la guerra a los Estados Unidos, como lo hizo Trujillo con la Alemania de Hitler el 11 de septiembre de 1941, por haber despojado de su visa oficial y de turista al presidente de la Junta Central Electoral, Roberto Rosario, a quien debemos elevar a la categoría de héroe nacional tras ser convertido en víctima por dirigentes de su Partido, de la Liberación Dominicana, algunos medios de prensa, incluyendo bocinas connotadas y otras no tanto.
(Aclaro, por si las moscas, que no me alegra, ni estoy de acuerdo con la medida adoptada por el Departamento de Estado. Soy partidario, incluso, de reclamar, vía Cancillería, no a través del Pleno de la JCE, una aclaración, no más).
No saldré a las calles a protestar, no entregaré mi visa por solidaridad, ni escribiré panfletos en contra del Imperialismo Yanqui como en la época en que militábamos en la Izquierda Revolucionaria, donde alguna vez estuvo Rosario a quien cariñosamente llamábamos Robertico porque, como dijera Juan Montalvo, “la soberbia es el abismo donde suele desaparecer hasta el mérito verdadero”.
No lo haré porque como dice la gente, “de estos polvos, esos lodos”. Recuerdo la resolución de la JCE que discriminaba a los negros por sospecha de ser haitianos como en un Apartheid; no olvido la sentencia posterior del Tribunal Constitucional encabezado por un negro cocolo de Samaná que, violando la Carta Magna, convirtió en apátrida a cientos de dominicanos de ascendencia haitiana, incluyendo al doctor José Francisco Peña Gómez, pues extendió sus efectos desde el año 1929 hasta nuestros días con lo cual se justificaba la “matanza perejil” de Trujillo que terminó con la vida de miles de haitianos.
Miles y miles de negros, dominicanos de ascendencia haitiana por el derecho de nacer en nuestro territorio (Jus Solis) se convirtieron en apátridas de la noche a la mañana, borrados del Registro Civil, de tal modo que no eran nacionales dominicanos, ni haitianos. La mayoría no había ido nunca al territorio vecino, ni hablaba creole y mucho menos francés.
La apatridia no tiene justificación ni sentido histórico en nuestros días, como no lo tienen los muros ni las fronteras que separan naciones por razones étnicas, políticas, color de la piel o religión porque al fin y al cabo solo existe una raza, la humana, y un solo territorio no importa en qué continente se encuentre, que es el Planeta.
Con esa visión de la vida, de la humanidad y del territorio, no podía, como no puedo ahora, justificar la persecución, con sentido xenófobo contra mis compatriotas solo por el color de su piel, por su pobreza y su ignorancia.